Francisco López Porcal Quizá
uno de los logros más notables de la narrativa sea la misteriosa seducción
ejercida sobre el lector que, a través de la ficción, se siente transportado a
un tiempo y un lugar determinados. Con la lectura de Les ales de Mercuri (2001), de Mariano Casas, el destinatario vuela
a una Valencia a caballo entre los siglos XVIII y XIX en la que la clase
dominante estaba constituida por una burguesía comercial que en sus dos
terceras partes era de origen galo, genovés o maltés. De ahí apellidos que
perduran en la actualidad, tales como Galea, Vassallo, Lesage, Piscopo, entre
otros.
En los salones de esta buena sociedad resplandecía la seda de las
casacas, los hilos de oro brocados, las telas batistas de los pañuelos,
pelucas, lazos, encajes, todo ello a lomos de un enloquecedor torbellino de
ostentación, bullicio y poder reflejados en los espejos de aquellas cajas de
música dieciochescas.
Lo imagino ahora en esas salas del palacio del Marqués de
dos Aguas, ahora silenciosas, solo de exposición. Antaño, en escenarios
similares y entre piezas musicales y alguna ópera breve, los asistentes departían
de manera animada intercalando discretos comentarios sobre sus intereses
comerciales más ocultos.
Gracias a estos encuentros el prestigio social
resplandecía apoyado en los títulos nobiliarios alcanzados en tiempos
recientes, siempre vinculados a inmensos patrimonios e influencias políticas.
Nada nuevo bajo el sol, comparado con la escenificación de las intrigas políticas
y de los favores económicos actuales, tramados en discretos salones de
restaurantes de lujo o en suntuosos despachos. Solo cambia el momento
histórico.
La Valencia de Les ales de
Mercuri vivía las tensiones sociales de los últimos años del Antiguo
Régimen. La guerra de la Independencia estaba próxima y los gabinetes
ilustrados con las nuevas ideologías comenzaban a plantar batalla al
oscurantismo de autoridades militares, civiles y eclesiásticas que tutelaban
aquel viejo orden mantenido durante siglos sin atreverse a modificar nada que
pudiese romper buena parte de la vida burguesa de intramuros.
Buena prueba del
tutelaje de las órdenes religiosas lo demuestra la escena en la que el
comerciante Marco Galea se acerca a la biblioteca privada del prior de la Casa
Profesa de la Compañía de Jesús, actual Facultad de Teología en la calle
Trinitarios. Los negocios con la Iglesia en estos tiempos turbulentos debían
tratarse con especial cuidado.
La llegada al aposento del clérigo, una especie
de lugar sagrado poco accesible, no fue fácil. Galea tuvo que atravesar las
callejuelas desde las Torres de Quart, pasar por Caballeros y acceder a
Trinitarios, superar la iglesia, el atrio, la galería de columnas, las
escaleras de acceso a los recintos privados hasta llegar a su gabinete privado.
La luz de la tarde iluminaba el rostro del comerciante, no así la del padre
prior, que quedaba en la penumbra de aquel espacio interior, una escena
sugestiva, proclive a la maquinación.
Las sospechas de colaboracionismo
con los franceses por las formas de abrazar las ideas de la Ilustración creaban
malestar y eran capaces de provocar la ira del pueblo llano, tan sacrificado
por las crisis agrarias, malas cosechas y coyunturas inflacionistas que
condicionaban el consumo de la mayoría de la población.
Las noticias que
llegaban de Madrid tras el dos de mayo de aquel 1808 no eran tranquilizadoras,
la abdicación del rey Carlos IV tampoco. La conmoción popular llenó las calles
de agitación y uno de los personajes en el ojo del huracán fue el personaje del
barón d´A, en realidad trasunto del barón de Albalat, muy odiado por posibles
simpatías con la vecina Francia.
En cualquier caso, rumores, maledicencias y
odios latentes hicieron explotar la calle en una secuencia de corte cinematográfico
narrado por el padre Casar, el consiliario de la cofradía de la Virgen de
Gracia que había ocupado un lugar privilegiado en lo alto de la torre del
Convento de Predicadores, actual de Santo Domingo en plaza de Tetuán.
La mirada
del clérigo va ordenando los diferentes movimientos de los figurantes en planos
secuenciales, pues como indican los críticos literarios Bourneuf y Ouellet, “la
descripción sólo puede ser sucesiva,
el escritor guía a su lector a lo largo de los caminos que trazó previamente”.
Ahí radica la diferencia con el lenguaje audiovisual, dotado de la
simultaneidad que ofrece la cámara.
El final de la revuelta fue terrible
y macabro con el barón d´A. Ya se lo advirtió el prior de la Compañía de Jesús
al comerciante Marco Galea durante aquel encuentro en el gabinete privado. Las
clases populares pasaban necesidad por la grave crisis del campo. Bastaba una
chispa para que estallaran en una llamarada.
Y así fue, aquellos que según el
clérigo gritaban vivas al rey, podían llevarlo al patíbulo como si se tratara
de un criminal. En realidad poco ha cambiado la condición humana cuando las
desigualdades sociales están en juego, porque la cadena se rompe por el eslabón
más débil. Un scratch hoy, una
revuelta mañana, o quizás unos chalecos amarillos pasado, quien sabe.
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