José Aledón
Arte tatuador
“Tatau” es una eufónica palabra
que no se suele olvidar una vez escuchada. Eso es lo que le ocurrió al célebre
navegante y explorador inglés James Cook cuando, a poco de saltar a tierra a su
llegada a Tahití en abril de 1769, quedó sorprendido al ver los cuerpos
semidesnudos profusamente decorados de quienes fueron a recibirle. Cuando
preguntó qué era aquello y qué significaba oyó por primera vez dicha palabra
cuya traducción es “marcar”, confiriendo tal marca al portador autoridad y grado en el sistema jerárquico local. Cuanto
más marcado más autoridad se le otorgaba y más respeto se le debía a alguien.
El “tatau” o marcado indeleble
hizo fortuna entre la tripulación del “Endeavour”, el buque de la Royal Navy
mandado por Cook, sometiéndose muchos de aquellos hombres a un doloroso y largo
proceso al que ellos llamaron “tattoo”, palabra que ya nos es más familiar y de
la cual deriva nuestro “tatuaje”. Tanto les impresionó a esos ingleses el
asunto que embarcaron en un segundo viaje a Tahití a un nativo marcado de pies a cabeza llamado
Omai, llegando a Inglaterra en 1775. Le fue presentado al rey Jorge III y también
invitado a la ceremonia de apertura del Parlamento. Fue devuelto a Tahití en el tercer viaje de Cook al año siguiente.
La práctica del marcado corporal es
verdaderamente antigua en lo que hoy llamamos Europa, como demuestra la momia
de un hombre con marcas en su piel hallado en 1991 en un glaciar de los Alpes y
que vivió en el tercer milenio antes de Cristo. Los griegos y romanos
practicaron el marcado de personas con técnicas procedentes de Egipto y Persia.
En Roma el ser marcado indeleblemente (“stigmata”) era algo ignominioso, pues
se usaba para identificar a esclavos y criminales, coleando todavía el latino
“stigma” (nuestro “estigma”) como algo públicamente afrentoso. Los pueblos germánicos conocían y practicaban
igualmente la decoración del cuerpo, aunque generalmente lo hacían con
materiales no indelebles de origen vegetal, dando testimonio de ello el mismo
Julio César en el Libro V de su “Guerra de las Galias”.
La Iglesia Católica así como las
distintas iglesias protestantes prohibieron
el marcado del cuerpo por considerarlo una práctica de origen pagano.
En las culturas y civilizaciones
ajenas a la occidental el marcado indeleble del cuerpo estaba bien visto e
incluso recomendado para medrar en la escala social y como medio de
relacionarse con lo sobrenatural. Así, en las sociedades americanas
precolombinas se practicaba como rito de paso de la pubertad a la adolescencia
(América del Norte) y como homenaje a
los guerreros caídos en combate (América Central).
En la Polinesia, como ya
hemos observado por la experiencia de James Cook y sus hombres, era algo
altamente estimado y practicado en hombres y mujeres, constituyendo también un
rito de paso. En China se conoce el marcado personal desde el segundo milenio
antes de Cristo. Como tantas otras cosas, esta costumbre pasó de China al Japón
aproximadamente en el siglo X antes de Cristo, reservándose aquí el marcado exclusivamente
para los delincuentes. Muchos de aquellos individuos estigmatizados idearon la
ocultación de las marcas vergonzantes con marcas más extensas, dando origen a
sociedades de marcados cuyas principales actividades estaban relacionadas con el
crimen. La Yakuza y sus cuerpos marcados es una buena prueba de ello.
Como se habrá podido observar, en
la descripción de sociedades antiguas no hemos utilizado el término “tatuaje”.
Habrá que esperar a la vuelta a Inglaterra en 1771 de Cook y sus tatuados marineros
para que el tahitiano “tatau”, ya transformado en “tattoo”, se divulgue y ponga
de moda entre la gente de mar de toda Europa, contagiando incluso a refinados
elementos de la alta sociedad, incluyendo la realeza.
Desde esas calendas hasta hace
muy poco los tatuajes habían sido patrimonio casi exclusivo de presidiarios y marineros (otros confinados,
en este caso en un barco) además de los nostálgicos freudianos que ostentaban cándidamente
un “Amor de madre” en su brazo.
De unos años a esta parte, sin
embargo, podemos observar en cualquier lugar de Europa una fiebre tatuadora que
no respeta edad ni condición. Hemos visto tatuajes en hombres, mujeres y niños
(los de estos – afortunadamente - de mentirijillas: calcomanías y henna, como
mucho).
Así como en las antiguas
civilizaciones y remotas culturas ajenas a Occidente el tatuaje tenía y tiene un
carácter numinoso y protector (todavía en algunos países del Sudeste Asiático
muchos soldados usan el tatuaje como un talismán contra armas y proyectiles) o
como prueba fehaciente de resistencia al dolor a la vez que adhesión “eterna” a
ciertos principios, por estos pagos su elección y aplicación es meramente
estética, lo que no es poco, pues permite al espectador no iniciado disfrutar
de una variedad casi infinita de diseños geométricos, frases más o menos
ocurrentes así como obtener pistas sobre el objeto de deseo -animal o humano-
del portador o portadora. En fin, un verdadero catálogo de una inmensa galería de arte (la mayoría de los tatuajes son
técnicamente perfectos) semoviente a la que se puede acceder sin invitación.
Un problema frecuente que
arrostran los tatuados y tatuadas es el del arrepentimiento. Se dice que
aproximadamente un tercio de esas galerías de arte ambulantes quiere cambiar de
negocio alguna vez en su vida. ¿Qué hacer con ese nombre que antes se adoraba y
ahora produce arcadas?, ¿qué hacer con la efigie del Ché cuando uno o una pasa
de la guerrilla intelectual al despacho de ejecutivo? Este hoy en que casi nada
es para toda la vida hay que tenerlo muy en cuenta.
Pero, bueno, no nos pongamos
trascendentales. Todo tiene su lado positivo y, a veces, incluso lucrativo, por
ejemplo, y, aprovechando que estamos en la era de la publicidad omnipresente, ¿por
qué no ofrecerse – quien, como un servidor, no ostenta tatuaje alguno - como
publicista eventual de determinados productos o servicios materiales o
inmateriales?
Todo es cuestión de contactar con el
departamento de publicidad de la empresa de su elección y proponer el alquiler temporal
(tatuajes no indelebles) de una determinada parte de la anatomía, ajustándolo a
un baremo consensuado. Todo un inexplorado campo lleno de posibilidades para “influencers” en ciernes o consagrados.
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