Héctor González El valenciano Javier Oliver alcanzó su objetivo: coronó el
Everest. Y lo hizo como doble reto personal y social, como ejemplo de
superación de marcas propias y para promover la actividad de la Asociación
Española Contra el Cáncer. De hecho, a esta entidad van destinados ocho de los
20 euros que cuesta cada ejemplar del libro Everest, un reto de ensueño (diario
de una expedición), donde relata su epopeya.
Porque como tal podría catalogarse después de escucharle en
la presentación de su obra, que tuvo lugar el pasado jueves 15 en el salón de
actos del palacio de Colomina, en Valencia. Tomás Trenor, presidente de la
Asociación Española Contra el Cáncer (AECC) en Valencia, y Fernando Escartín, director
de la Vuelta Ciclista a España, prologaron la exposición pública del libro y,
sobre todo, de la expedición. A continuación, su protagonista, Javier Oliver,
la narró a la perfección, al igual que explicó las enseñanzas vitales que le
ha aportado.
“La cabeza es la que te mantiene en pie”, insistía cuando
rememoraba los 61 días de expedición que le condujeron a la cita del Everest el
pasado 21 de mayo. La parte más heroica del relato comenzaba en el campo
base, a 5.553 metros de altura, donde coincidieron 1.500 personas para
aprovechar esos únicos diez días en los que este año ha sido posible aspirar a realizar
tamaña gesta.
“No es un libro de
montaña, es un libro en la montaña”, matizaba. No sin relatar que antes de
llegar a ese campo base, en el primer ascenso desde Katmandú, la capital de Nepal, ya quedaron por
el camino tres compañeros de la expedición debido a la extrema dureza que comporta. El pico final lo alcanzaron seis de los 12 componentes. “El
Everest es un montaña preciosa y horrible”, sentenciaba.
Para afrontar ese reto, además de una exigente preparación
física, mostró fotos de la ceremonia previa en la que se ofrenda arroz a los
dioses y se baila. Se iniciaba cuando ya estaban seguros, después de “dos semanas
atrapados en el campo base”, de que se daban las condiciones para iniciar el ascenso
definitivo y una vez concluida la aclimatación de sus cuerpos a la altura.
Javier Oliver consiguió que la audiencia que abarrotaba el
salón de actos del palacio de Colomina, de la Universidad Cardenal Herrera-CEU,
le acompañara mentalmente en su recorrido. Primero, atravesando el río de hielo
con escalinatas extendidas a modo de pasarelas sobre enormes grietas en la
montaña. A continuación, ya desde el campo base uno, por el denominado Valle del Silencio,
con temperaturas que superan los 40 grados sobre cero (sí, sobre cero), para
sorpresa de la concurrencia. Y donde desprenderte de la ropa supone quemarte,
apostillaba el montañero.
Habló de la hipoxia, de no poder respirar, de la “sensación de sentirte como pez
fuera del agua”, de que “todo lo que comes te sienta mal”, de que “aunque en el
Everest hace frío, el gran problema es el frío interior. El corazón mueve con
mucha dificultad la sangre. Si no puede circular se estanca y se congela la
parte del cuerpo a donde no llega”. Intercalaba las imágenes de la ascensión
con secuencias en la que se le veía completamente tapado, con botella de
oxígeno adherida, y encerrado en una tienda de campaña de las diminutas que servían
para pernoctar sobre la nieve.
Así todos los presentes sentimos con él esos últimos metros,
donde “pierdes un 80% de tu capacidad física habitual”. Apenas podía andar. Difícilmente girarse para captar una fotografía. Lo logró, si, franqueó la
famosa cara sur del Everest y atravesó el último tramo para ondear la bandera
de la Asociación Española Contra el Cáncer en la cima del mítico monte. Y volvió a Valencia para contarlo, para
explicar su experiencia con la máxima humanidad, para relatar los problemas
del día a día con los que se topaba. Con pasión y sin ínfulas de heroísmo. Como
una lección de vida. Como un ejemplo de superación para quien lucha contra el
cáncer.
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