Juan Vicente Yago El barómetro de hábitos de lectura y compra de
libros muestra que durante 2018 los valencianos hemos leído y hemos comprado
más libros. La subida no pasa del 1%, pero al fin y al cabo es una subida, lo
cual resulta esperanzador para un gremio —el de los editores y libreros— que
lleva mucho tiempo con la guillotina de la incultura sobre la cabeza.
Sin
embargo uno se pregunta si en los índices de lectura la cantidad lo es todo; si
que leamos y que compremos más libros es una solución satisfactoria. Y a uno le
parece que desde una perspectiva exclusivamente crematística está claro que sí,
aunque tiene uno la impresión de que un aumento en el número de lectores y, por
tanto, en los beneficios de la edición y la venta de libros, aun siendo un dato
halagüeño, solamente lo es en parte.
Leemos y compramos más libros, en efecto —un
0'8% más—, pero habrá que ver qué libros. Porque no es lo mismo que aumenten
las visitas a las exquisiteces de Tolstoi, de Balzac, de Ortega o de Cervantes,
pongamos por caso, que a las zahúrdas de Brown, Follett y similares; o a los
primores de Zusak que a las vampiradas de Rice. Hay lecturas que
desintelectualizan e inculturizan, textos nefastos que oxidan las conexiones
neuronales y las ralentizan, páginas que merman la racionalidad y la
penetración de quien las lee, sintaxis aberrantes y concepciones delirantes que
contagian su desvarío y su enajenación a los cerebros que, inocentemente, las
degluten.
De modo que a más lectores más dinero, pero no necesariamente más
cultura. Es un fenómeno parecido al que se produce cuando se valora una fiesta
religiosa por el dinero que se han dejado los turistas, en lugar de considerar
la efervescencia que ha suscitado en las almas.
Leemos más —un repunte mínimo—,
pero a tenor de los libros que más hemos leído —que también se indican en el
barómetro—, la cosa va de mal en peor. De la poca lectura se va pasando a la
intoxicación literaria; del candor del entendimiento silvestre a la deformación
del que ha bebido en la charca infecta de la mala literatura. Las letras, como
las viandas, únicamente resultan beneficiosas cuando son de buena calidad; y
así como hay alimentos que provocan retortijones al estómago, hay libros que
abarquillan el cerebro de una manera espantosa.
Luego, por si lo que se deduce del barómetro
fuera poco, está lo de los audiolibros, esos libros que se leen oyéndolos, o
que se oyen y se dan por leídos. Esa lectura subrogada que triunfa en la
vorágine afanosa de algunas existencias. No hay un rato al día para leer, y los
recorridos personales a través de las páginas acaban siendo sustituidos por susurros
de auricular. El móvil acapara los tiempos muertos del semáforo y los tiempos
vivos de la inmersión literaria.
Los llaman audiolibros pero son, en realidad,
la postrimería de la lectura. Porque leer no puede ser nunca escuchar lo que
otro lee, recibir lo que otro descifra, deglutir la regurgitación ajena. Leer
es pasar la vista por los renglones y trasladar su significado a la mollera. Es
notar con los ojos el tacto de las letras. Es disfrutar la melodía de la
sintaxis al tiempo que se paladean las excelencias de la tipografía. Es rozar
con los dedos la textura del papel y olfatear sus aromas.
Uno acaba
distinguiendo, al cabo de los años, el bouquet
peculiar de una edición u otra según la década en que fue impresa; termina percibiendo
el efluvio dulzón, suave de una página reciente y satinada; o el olor acre, de
tinta vieja, y la superficie rugosa en un volumen barato de cuando se hacían
grandes tiradas a precios populares. Uno tiene la experiencia intelectual y
física de la lectura, y por eso no acaba de comprender lo del audiolibro, lo
del texto que se considera leído aunque sólo es oído. No entiende uno por qué
lo llaman lectura cuando quieren decir escucha.
Leer de oídas no es leer, sino
un triste sucedáneo: un gato sonoro por liebre visual. Oír lo escrito es volver
a la tradición hablada, penetrar en la oscura bruma de los años en que no había
letras para consignar las historias. Y la falta de tiempo no es una excusa
válida cuando se despilfarra el ocio visionando telefilmes eméticos y programas
degradantes. El concepto de audiolibro entenebrece la verdadera lectura; la
confina en la ultratumba del pasado.
El audiolibro es el antilibro, el ningún
libro, el tomo fantasma, la monotonía del relato embutido en lugar de la
sorpresa del relato descubierto, el martilleo del tímpano, la cantinela sosa,
el taladro puro, un zumbido en la oreja. Ya no aparece ante uno la magia de las
palabras. Ya no se abrazan con la mirada las vastedades o las miniaturas
literarias. La visión ha sido suplantada por la psicofonía.
*Puedes comentar el artículo con el autor escribiendo a juviyama@hotmail.com
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