Francisco López Porcal A
raíz del cuadragésimo aniversario de la Constitución española de 1978 celebrado
hace unos días, los medios de comunicación social, especialmente la televisión,
nos han hecho viajar en el tiempo a los difíciles años de la Transición. Inmersos
en crónicas, entrevistas, imágenes y reportajes de aquella época, hemos
revisado al mismo tiempo aquella realidad extendida a nuestras ciudades de
origen.
La lectura de Bajo la lluvia
(2000), Ed. Ronsel, de Miguel Herráez, nos sitúa en la Valencia del
tardofranquismo, en los días siguientes a la muerte de Carrero Blanco. La
ciudad luminosa, extrovertida, llena de color, la que pinta Sorolla y describen
Blasco Ibáñez y Azorín se vuelve fría y lluviosa, de aceras y calles
charoladas, de cielos morados y grises.
En ese ambiente se desenvuelven unos
seres confundidos y desubicados, hombres con barba que fuman cigarrillos Ducados o pipas humeantes de aroma
dulzón y que van en busca de cineclubs, que se reúnen también en estos locales
encubriendo sus intenciones políticas y de censura a un régimen situado ya en
sus postrimerías.
En Bajo la lluvia,
Herráez nos muestra el protagonismo de la ciudad un tanto temerosa ante los
acontecimientos, pero con un ambiente cotidiano en apariencia intrascendente.
Los límites entre realidad y ficción se vuelven difusos para un grupo de amigos
que, organizados en una célula,
recorren Valencia sin saber exactamente cuál es su verdadera misión. Juegan al
despiste porque creen que la policía les espera en cada esquina, aunque para
Germán Tello, protagonista y narrador del relato, todo son fabulaciones de
Luis, un personaje con quien comparte el miedo policial: “Luis, esto comienza a
pesarme de verdad. A qué te refieres con la expresión de esto. A toda la historia en las que me has metido simplemente por
hacer correr un poema de Alberti”.
La calle, por tanto, se convierte en un
laberinto, correlato de la situación de desconcierto e inseguridad que viven
los personajes: “apenas a cinco minutos de que empezase el año 1974,
continuábamos sin ver la más débil luz del túnel en el que nos hallábamos”. En
medio de un persistente aguacero, esta célula
emprende diversos recorridos por la ciudad para comprobar la existencia de
controles policiales.
Una tarde que adquiría tintes tormentosos siguiendo una
ruta establecida por Colón, Pérez Bayer, Sagasta, Pérez Pujol, Plaza del
Caudillo, Falangista Esteve, Barón de Cárcer, San Vicente, y vuelta de nuevo a
Plaza del Caudillo, Lauria y Colón. Gente cargada de compras, luces navideñas,
escaparates blanqueados con nieve artificial.
Nada nuevo, ninguna medida extraordinaria, aunque siempre estaba la
réplica de Luis: “Son medidas extraordinarias porque no las ves”.
La ciudad como estado de ánimo
constituye uno de los recursos para reconocer en la actitud de Germán Tello una
relación inequívoca entre espacio y personaje. De esta manera el individuo
proyecta sus sentimientos en el espacio que lo acoge y este le replica en esta
ocasión con la misma complicidad. Refugiado en su introspección, asiste
impasible a los efectos del fuerte aguacero que provoca el caos entre los
transeúntes, especialmente en el conductor del trolebús, en el que Tello ve
identificada su propia soledad manipulando la ballesta del trole ante la mirada
indiferente de los pasajeros.
Determinados ámbitos parecen sugerir
los estados de ánimo del personaje de Tello. Su mirada va posándose en cada uno
de los detalles del espacio urbano de la plaza del Carmen. Un ambiente
solitario, acentuado por la desnudez esquelética de los árboles en medio de un
tiempo desapacible, acompaña al personaje en su angustioso deambular nocturno
por las callejuelas similares a los circuitos de la mente.
Un extravío en toda
regla para una época cuyo futuro no acababa de vislumbrarse con la suficiente
claridad. No sé si cuarenta años después de la aprobación de aquellas normas de
convivencia estamos sufriendo la misma situación laberíntica, la de un incierto
panorama político que en algunos aspectos tampoco se manifiesta con la debida
precisión y lucidez.
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