Carlos Gil. Nunca,
en mi ya dilatada experiencia
como conductor, la Guardia Civil me ha pedido los test que
hice para obtener el
carnet de conducir. Y espero que no lo hagan, porque no sé
dónde están. Hasta
hoy, les ha bastado con que les mostrara el título, para
demostrar que superé
las pruebas para conseguirlo.
La
persecución a la que la
izquierda está sometiendo a Pablo Casado, incluso desde antes
de llegar a la
presidencia del Partido Popular, resulta vergonzante y
vergonzosa. Mientras la
tesis de Pedro Sánchez sigue oculta, sin que nadie muestre
interés alguno en
buscarla, o mientras la beca de Iñigo Errejón sigue sin
conocer al becado, quien
sigue siendo candidato a la presidencia de la Comunidad de
Madrid, la investigación
del master sigue su curso, camino del Tribunal Supremo, como
si de un grave
delito contra la seguridad nacional se tratara.
Me
da pena ver cómo la Justicia, estando
el país como está, dedica su tiempo a estas cosas. El fin de
la separación de
poderes, que Alfonso Guerra enterró junto a Montesquieu, en
1985, con la
aprobación de la Ley del Consejo General del Poder Judicial,
nos ha llevado a
un extremo en que algunos jueces parecen querer hacer méritos
como brazos
ejecutores de determinadas tendencias políticas que, en
apariencia, les
resultan afines. Pero si malo es esto, peor resulta ver como
el principio
constitucional de la presunción de inocencia ha quedado
sepultado ante la siempre
necesaria estrategia de desgaste del adversario político.
Este
master no le importa a nadie.
Solo importa, sin mayor disimulo, desmontar la nueva dirección
del Partido
Popular ante el revulsivo que puede suponer en las urnas y la
amenaza a la
continuidad de los resultados que el CIS, solo el CIS,
vaticinaba a Pedro
Sánchez la pasada semana. Una vez más, al grito de “¡¡todos
contra el PP!!” se
activa cualquier mecanismo que permita ganar, como sea,
aquello que no se tiene
seguridad de conseguir en las urnas.
Es
una lástima que la política de
la izquierda de este país se base en el acoso y derribo
personal del adversario
y nunca, nunca, en la elaboración de propuestas de futuro para
nuestro país. Y
lo que es peor, que se utilice la justicia como herramienta de
destrucción
hacia opciones políticas que, por méritos propios, entienden
como una amenaza. Ni
la política es esto, ni la justicia tampoco y la unión de
ambas hace pensar que
la justicia se está recuperando de su ceguera, pero, casi
siempre, con una
visión muy parcial.
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