Francisco López Porcal Existen
notables episodios históricos de Valencia que están escasamente novelados, y
otros que ni tan siquiera han llegado todavía a formar parte del imaginario de
la ciudad. La guerra de Sucesión, una de las páginas más trascendentales que
marcaron la evolución política y social de la capital y su Reino, no había sido
llevada a la ficción hasta hace relativamente poco, y ello fue posible de la
mano de Carlos Aimeur en Bonaventura,
sangre, cólera, melancolía y flema, premio
Vicente Blasco Ibáñez de Narrativa en castellano en 2007.
Diez años
después, Eduard Mira lo hacía también con El
tinent anglés, desde una visión europea y cosmopolita del conflicto. El
objetivo de Aimeur fue cubrir un hueco
decisivo en la Valencia de 1700, en ese
curioso tránsito
del Barroco a la Ilustración. Durante esos preliminares, la ciudad sigue
viviendo la cultura de la escenografía barroca que deja huella en unas fiestas,
que destacan, según Pilar Pedraza, escritora y profesora de Historia de la
Universidad de Valencia, tanto “por su frecuencia y aparente riqueza como por
su papel de pantalla distractiva entre la masa y la crisis” Barroco efímero en Valencia.
Ayto.Valencia 1982, pag. 14. La misma autora señala que en Valencia las fiestas
siempre se han vivido con especial intensidad porque es “harto pródiga en todo
tipo de celebraciones sacras, profanas y mixtas”.
En este sentido, Aimeur
incorpora a su obra la teatralidad de la fiesta barroca al recrear las
celebraciones de la finalización de los trabajos pictóricos que Antonio
Palomino realizara al fresco para la iglesia de los Santos Juanes. Bonaventura
relata la que sería la última gran fiesta de la ciudad antes de su toma por el
poder borbónico.
De esta manera, la calle y la plaza pública albergan los
elementos característicos de los que se nutre el barroco efímero, las
luminarias, los ramos de pólvora, antorchas, enanos con grandes llamas, fuentes
y altares que adornan cada esquina, convirtiendo la ciudad en un gran escenario
carnavalesco:
No os podéis imaginar la procesión con más de mil cirios y todos los
gremios con unas galas que tardarían años en verse. (…) Fue tan larga que se
extendió hasta la medianoche. Valencia estaba adornada como un paraíso.
(Aimeur, 2011: 115-116).
Las nuevas
inquietudes intelectuales, asociadas al incipiente movimiento de la
ilustración, quedan reflejadas en Bonventura
a través de la utilización y del análisis del plano del Padre Tosca. Sobre
el detalle del mapa, el protagonista descifra los movimientos de la bestia que
tiene atemorizada a la ciudad, matando a mujeres y personas indefensas: “Solo
me faltaba una imagen de Valencia, fiable, a partir de la cual medir con
exactitud, calcular, buscar”(Aimeur, 2011: 292). Mediante este plano, Bonaventura
analiza con detalle la trama urbana de callejuelas y la figura elíptica que el
asesino traza en sus actuaciones.
Los acontecimientos ocurridos a finales del
siglo XVII a raíz de la muerte del último de los Austria, Carlos II el Hechizado y que dieron origen a la guerra
de Sucesión española, son relatados en la novela de Aimeur a través de una
“cédula escrita” que el protagonista José Vicente Buenaventura, hijo bastardo
de una esclava morisca y del marqués de Gormaz, dirige al rey Fernando VI para
dar cuenta de los esfuerzos que su padre, el monarca Felipe V, tuvo que
realizar para ocupar la corona del Reino de España. La multitud y el espacio escénico se asocian
para recibir de madrugada al ejército del Archiduque Carlos.
La ciudad amurallada,
cerrada durante la noche, no es inconveniente para que la impaciente plebe, sin
esperar a que se abran las puertas del baluarte, trepe por el portal de Ruzafa.
Los gritos de júbilo se mezclan con los tambores y los clarines de las fuerzas del general Basset, toda
una secuencia espacial de tintes cinematográficos que muestran el movimiento
constante de los personajes que toman y se adueñan de las calle de la ciudad.
El imaginario urbano
que nos presenta Aimeur de la Valencia de la época, contiene trazos alejados de
la tenebrosidad de otros episodios de la novela. Tal es el caso de la agradable
sensación de la estrenada libertad que disfruta
Bonaventura lejos de su familia adoptiva. La mutua interacción entre
paisaje y estado de ánimo del personaje nos descubre un bello perfil de la
ciudad dotado de sensaciones visuales, luminosas y cromáticas de un sol del
atardecer que recorta la silueta de las torres de Serranos en un cielo
lapislázuli.
En ese estado de sosiego, Bonaventura contempla sorprendido, desde
la otra orilla del Turia, los campos de moreras “vigilados por el convento
dedicado a San Pio” (Aimeur, 2011: 87) y una Valencia fortificada con las
imponentes puertas que regulaban su acceso con el cercano Palacio Real, en
cuyos aledaños deambulaban señores a caballo y damas en calesas, todo un
exponente de placidez y belleza urbana que no hacía presagiar las convulsiones
políticas del inminente conflicto bélico.
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