Ana Gómez La solidaridad es una palabra que, al usarse en demasiadas
circunstancias, en ocasiones comienza a perder su verdadero significado.
Entiendo que ayudar a otra persona es la base de la solidaridad, pero ese gesto
está plagado de puntos de vista diferentes, muchos de ellos subjetivos.
¿Solidaridad es desprenderse de algo que no queremos? ¿Es afrontar las causas
que generan una situación injusta? ¿Es dar la mano al de al lado? ¿Es dar
dinero a una ONG? Todas las respuestas son afirmativas, pero sujetas a matices.
La condición de ser humano está íntimamente ligada a la
solidaridad. Por eso, son las personas, que ejercen desde su libertad y su
conciencia, las que deciden cómo vivir esta faceta de su vida.
La fórmula que más admiro y que he podido observar durante
más de dos décadas muy de cerca en Valencia, y concretamente en Cruz Roja, es
la del voluntariado. Me asombra la capacidad de entrega, dedicación, y sobre
todo de cariño en miles de personas que dedican parte de su tiempo a los demás
sin pedir nada a cambio.
En una sociedad donde todo está valorado económicamente, me
parece increíble que haya algo gratis; es más, que tenga el valor añadido de la
humanidad. Me quito el sombrero ante personas de todas las profesiones y
estamentos imaginables que, al igual que trabajan, dedican tiempo a su familia,
se divierten y practican deporte, sacan unas horas a la semana para ayudar a
otra persona.
Ser voluntario o voluntaria es tener voluntad para ayudar,
elegir la actividad y organización que mejor encaja con cada persona. Pero
sobre todo, ponerse en el lugar del otro, escuchar y acompañar. Y pese a todo,
las personas voluntarias se sienten afortunadas y dicen recibir mucho más de lo
que dan.
El 5 de diciembre se celebra el Día Internacional del
Voluntariado, y me gustaría que no se nos pasara por alto que hay muchas
maneras de ejercer la solidaridad, pero la más comprometida, sin duda alguna,
es la de quien da sin pedir nada a cambio. Queda mucho por hacer.
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