Susana Gisbert Un año hace ahora que el mundo se revolucionaba con el
movimiento #MeToo, una llamada de atención de proporciones cósmicas sobre todas
esas situaciones a las que venimos siendo sometidas las mujeres desde que el
mundo es mundo, e incluso desde antes si eso fuera posible.
Sin ir más
lejos, acabo de venir de la calle y un tipo me ha seguido hasta el portal y me
ha dicho que llevaba viéndome muchos días, que era muy guapa y que a ver cuándo
nos tomábamos un café. Ha dido educado, no lo niego, y con la misma educación,
le he dicho “no, gracias”. Pero él ha insistido, y reconozco haberme sentido
incómoda y hasta un poco nerviosa hasta que he conseguido meter la llave en la
puerta y asegurarme de que la cerraba a mis espaldas, y eso que estábamos a
plena luz del día y ya tengo una edad y un carácter.
Seguro que
habrá quien lea esto y piense ¿y nada más? Y nada menos, señor mío. Yo no le he
dado motivos a esta persona para tratar de trabar contacto. No hay razón para
que mi sola presencia fisica –muy normalita-, crea que le da derecho a
abordarme, aunque sea con buenos modales. Y estoy segura que en su ánimo había
algo máas que tomar un café. Llámenme malpensada, pero es lo que hay. La edad y
el carácter van acompañados de experiencia, que es la madre de todas las
ciencias.
También he
de decir que ojala ésta fuera la única situación de este tipo que he padecido.
Como cualquier mujer que conozco, desde jovencita he sufrido roces
intencionados en el autobús, he visto tipos que se han masturbado delante de mí
–uno en el cine viendo Cenicienta, el colmo de los colmos-, he tenido que
escuchar insinuaciones desagradables y oido comentarios a gritos acerca del
tamaño de mi trasero o de mis pechos. Hasta una vez, siendo una niña, hubo un
tendero que se empeñaba en regalarme taquitos de jamón –me encantan- o
golosinas si iba a la trastienda con él, mientras me cogía de la cintura para
llevarme hacia adentro. Nunca conté nada, y me tuve que tragar en silencio más
de una bronca de mi madre por negarme a ir a hacer la compra aquella tienda. Me
daba vergüenza a mí, en lugar de dársela al individuo en cuestión.
Puede
parecer una tontería, algo sin importancia. Eso mismo oí de muchas mujeres que,
después de años, se asomaban a las redes para contar su historia con hechos más
o menos graves, pero que a ellas, como a la niña que yo fui un día, les afectaron.
Y por eso mismo es obvio que sí tiene importancia. Y mucha. No hace falta que
te hayan violado para que hayan atacado tu libertad sexual, como no hace falta
que maten a una mujer para hablar de víctimas violencia de género.
Podria decir
que he tenido suerte. Pero me niego a afirmar tal cosa solo porque las
agresiones a la libertad sexual que he padecido no hayan sido tan terribles
como las que han sufrido otras. Si en una sala repleta de mujeres dijéramos que
levante la mano quien jamás se haya sentido violentada en su libertad sexual,
dudo que quedaran manos sin alzar. Y ese es el problema, y eso lo que empezó a
cambiar con el #MeToo.
Solo espero que no
fuera más que un pistoletazo de salida al cambio y no quede como una mera
anécdota para el recuerdo. Por todas. Y también por todos. Un mundo en igualdad
es mejor para todas las personas.
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