Desde
hace algún tiempo, parece que nos ha cogido la manía de ver
adicciones en cualquier cosa. A las tradicionales –y terribles-
adicciones al alcohol, a drogas o al juego, han venido a unirse otras
que, a primera vista al menos, no presentan connotaciones tan
terribles. Ya hace bastante que se habla de adictos al sexo, una
adicción que, por cierto, solo parecen tener los ricos y famosos
–tal vez porque puedan- . Ahora también se nos advierte de
adicciones al móvil, a Internet, a la cirugía estética, al
gimnasio o a cualquier otra cosa de la que se consuma por encima de
lo normal, teniendo en cuenta el listón de normalidad que maneje
quien haga esa consideración.
Y
no digo yo que cualquier exceso es malo, pero no pueden llevarse las
cosas a ciertos límites, ni tampoco medicarlizarlo todo,
convirtiendo en un síndrome, con nombre y apellidos, a cualquier
afición exagerada.
Confieso
que yo también tengo mis adicciones. Al tabaco, esa cuenta pendiente
que muchos llevamos encima. Y que juro que algún día dejaré, pero
cómo me cuesta hasta pensarlo. También a los tacones, por supuesto,
que no llevo idea de abandonar hasta que mi espina dorsal o los
juanetes se rebelen. Y hasta diría que a mi móvil, que, como para
tantas personas, se ha convertido en una prolongación de mi brazo.
Pero
tengo otra adicción. Confesable, además, al menos por el momento. Y
no es otra que a los libros, tanto en su vertiente pasiva –como
lectora- como activa –como escritora, o al menos aprendiz-. Y es
que la letra escrita, sea impresa en papel o en el teclado del
ordenador o el dispositivo móvil, me tiene enganchada desde
pequeñita. Y consumo todo aquello que cae en mis manos como si no
hubiera un mañana.
Con
los libros se ríe y se llora, se viaja, se aprende, se viven otras
vidas. Los libros te permiten convertirte en quien quieras cuando
quieras, y eres tú quien elige el momento y el ritmo en que te
transportas a sus páginas. Y te acompañan donde quiera que vayas.
Y, a veces, te dejan tan pillado que cuesta volver a la realidad.
Tanto, que tienen algo, o mucho, de adicción. Quien no se haya visto
tan enganchado en uno que no vea el momento de dejarlo, no puede
saberlo, pero pasa. Como pasa es sensación de ralentizar la lectura
de las últimas páginas de alguna obra que nos gusta tanto que da
pena que se termine. Hasta que llega otro nuevo chute en forma de
libro que sustituye nuestro incipiente síndrome de abstinencia.
Así
que, ahora que se acercan la Semana Santa y la perspectiva de unos
días de asueto, recomiendo engancharse a esa adicción. Crea
síndrome de abstinencia, es cierto, pero sus efectos positivos
superan con creces a los efectos secundarios. Y ahora, además, ni
siquiera tienen por qué ocupar espacio, ya que la tecnología
permite transportar miles de páginas en un dispositivo móvil.
Y,
para quienes teman meterse demasiada dosis de golpe, se puede ir
dosificando el umbral de la tolerancia con microrelatos, relatos y
pequeñas narraciones. No hace falta empezar por “Guerra y Paz” o
“Los Pilares de la Tierra” y sus montones de páginas.
Leamos.
Sale a cuenta y no daña más que a la ignorancia. No dejemos que los
biblioadictos acabemos conviertiéndonos en una especie en vías de
extinción.
No
tengamos miedo. La cultura no duele. O al menos, no al que la
adquiere.
SUSANA
GISBERT
(twitter
@gisb_sus)
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