Susana Gisbert. Todos hemos estudiado gramática en la escuela. Con mayor o menor
aprovechamiento, viendo lo que algunos son capaces de escribir, pero
todos hemos pasado por el aro de sufijos y prefijos, sujeto y
predicado, aumentativos y diminutivos.
Y ahí es adonde quería ir a parar, precisamente. A que no siempre
las cosas son tan fáciles como parece. Y, por inocente que parezca
una palabra, acabamos tiñéndola de nuestros propios prejuicios. Y
el lenguaje, que en teoría es inocente, se puede volver tan perverso
como lo sean quienes lo usan.
La cabra es un animal, más o menos agraciado, que además carga con
una -no sé si justa- fama de orate. Si nos dicen que estamos como
una cabra podemos apostar que hemos comprado un boleto para ir al
frenopático de cabeza. Pero una cabra es una cabra. Y según las
reglas de la gramática, un cabrón es una cabra grande pero en
masculino, y un cabrito lo mismo en chiquitillo. Y ahí viene la
primera duda. No hay cabros, aunque sí cabritos y cabritas, y
también cabrones y hasta cabronas. Y traen muchas más referencias
que las que evocan al mundo animal. Y ahí es donde entramos los
hombres y nuestros prejuicios.
Llamar cabrón a un hombre es un gran insulto que alude,
metafóricamente, a aquel que sufre la infidelidad de su mujer,
luciendo una cornamenta imaginaria que en el acervo colectivo
simboliza esa supuesta afrenta. Es intolerable para un machito que se
ponga en duda su masculinidad. El insulto parejo dirigido a una mujer
suele ser el de “zorra” –nada que ver con “zorro”-, que
alude en esa misma línea a la mujer que practica sexo con todo el
que le viene en gana. Aunque en este caso el insulto no es cuestionar
su feminidad, sino su supuesta decencia. Así que resulta que para
ofender a un varón se cuestiona su virilidad y para ofender a una
mujer su honestidad, conceptos éstos que nos llevan directamente en
la máquina del tiempo a la época de Atapuerca, pero que siguen
anclados en nuestros discos duros.
Reconozcámoslo o no, mucha gente sigue sonriendo complaciente ante
el machito que presume de conquistas, y despreciando a la mujer que
hiciera otro tanto. Y al revés, si ella es la ofendida por una
infidelidad, se gana la solidaridad y la lástima, mientras que si es
él la víctima del adulterio, genera mofas y burlas. Por lo bajini,
puede ser. Pero eso es lo que hay.
Seguimos viviendo en una sociedad machista, y hasta para insultar lo
es. Porque ahí salen nuestros más bajos instintos y se da donde más
duele. Y lo que duele, por desgracia, es eso. Atacar esa supuesta
hombría. Quizás por ello otro de los insultos más ofensivos a un
hombre que se precie de macho sea el de llamarlo “maricón”,
porque se cuestiona esa cualidad de “macho” que tan a gala llevan
algunos todavía.
Luego nos extrañamos de que la violencia de género siga sumando su
negra cifra un día tras otro. Pero es difícil atajarla en un mundo
donde ese sentimiento de posesión se sigue considerando un valor. Y
lo peor de todo, de un modo inconsciente.
Así que la próxima vez que insulten a alguien, piénsenlo mejor. Y,
si no pueden evitar echar sapos y culebras por la boca, que al menos
no perpetúen esos clichés que ya deberíamos haber superado. ¿O
no?
SUSANA GISBERT
Twitter @gisb_sus
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