Susana Gisbert. Todo el
mundo ha escuchado cuentos, en su infancia, y los ha contado, cuando
el mundo se empeña en cambiar los papeles y convierte en madre a
quien solo era hija hasta entonces. Mi madre me los contaba, y
también yo se los conté a mis hijas, y supongo que ellas harán lo
propio, llegado el momento.
La verdad
es que a mí nunca me dio por leérselos, más bien se los contaba a
viva voz y confieso que me inventaba gran parte. Y más de una vez me
han venido reclamando que ese cuento no era igual que el que sabían
sus amigas. Y sospecho que mi madre hacía otro tanto. Quizás por
eso no haya sido consciente hasta hace no demasiado tiempo del
tremendo mensaje que algunos de esos cuentos tradicionales llevan
consigo.
Una de mis
hijas era muy miedosa, y lo sigue siendo. Con ella era imposible
mentar brujas u ogros porque no lo soportaba. Así que me hizo avivar
la imaginación, y nada de monstruitos que la asustaran. También
recuerdo el día en que, siendo muy niña, me preguntó que tenían
de bueno las perdices. Por qué tenían que comer eso para ser
felices en lugar de una hamburguesa o una pizza, como todo el mundo.
Y no le faltaba razón.
Mi otra
hija también me cuestionaba muchas cosas. Entre ellas, su preferida
consistía en preguntarme que qué más pasaba cuando el cuento se
había acabado. No le parecía a ella que la cosa terminara cuando la
princesa encontraba al príncipe y se casaba con él. Así que el “¿Y
qué más?” se convirtió en el latiguillo habitual de nuestros
cuentacuentos. Y también me inventaba una segunda parte donde, por
supuesto, la princesa tenía un papel activo en el gobierno del reino
y acababa con la pobreza o descubriendo una cura para las
enfermedades más terribles. Eso sí, sin bajarse nunca de los
zapatos de cristal, que lo cortés no quita lo valiente.
Pero
entonces llegaba Disney y lo malbarataba todo. Y tenía que discutir
con ellas que mi versión del cuento era la auténtica y que en la
película la habían hecho mal. O que un día, que nunca llegaría,
rodarían la segunda parte y verían como llevábamos razón.
El caso es
que seguimos en lo mismo. Las niñas siguen escuchando cuentos donde
el objetivo de las mujeres es pescar un marido estupendo y, una vez
cazado, se acabó la historia. Y luego pasa lo que pasa. Que los
roles machistas se perpetúan y el amor romántico es lo más hasta
que lo viven y no solo no es lo más sino que ni siquiera es
romántico. Y donde además la princesita es la más bella, la más
delgada y la más maravillosa del mundo. A pesar de lo cual tiene que
arreglar la casa para siete enanitos a los que no conoce de nada o
para dos hermanastras a las que más le valiera no conocer. Porque
los hombres de los cuentos, sean príncipes o enanitos mineros, no
saben lo que es una escoba.
Así que
pensemos un poco antes de repetir los cuentos como toda la vida nos
los han contado. No se trata de denostarlos, sino de tunearlos. Y
seguro que les acaba gustando más un mundo donde el príncipe, en
vez de recorrerse el mundo con un zapato de cristal, colabora para
arreglar la casa para que Cenicienta llegue al baile a tiempo.
Tampoco es
tan difícil. Solo hay que echarle un poco de imaginación. Con
perdices o sin ellas.
SUSANA
GISBERT
(TWITTER
@gisb_sus)
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