Carlos Gil. Estamos
llegando a unos extremos
en que las cosas se nos están yendo de las manos. Podemos
hacer grandes
castillos de cuestiones menores sin pararnos a valorar las
causas que son las
que, realmente, deberían tener verdadero interés por lo
determinantes que
pueden resultar para nuestro futuro.
Con
esto no pretendo decir que la
sentencia contra La Manada sea algo insignificante, ni mucho
menos, pero no
recuerdo que nunca una sentencia judicial llegase a tener
tanta repercusión social
como en este caso. No voy a entrar discutir acerca de su
proporcionalidad,
adecuación o suficiencia. Ni tengo la formación suficiente ni
los elementos de
juicio necesarios para ello. Lo que tengo claro es que no me
hubiese gustado
estar en la piel de la víctima (ni de sus familiares) pero
tampoco en la de los
magistrados que han tenido que decidir acerca de qué sentencia
cabía dictar en
este caso.
No
obstante, me parece desmedido
el revuelo generado, en el que todos nos hemos erigido como
jueces, al igual
que hacemos de árbitros cuando vemos un partido de fútbol o de
seleccionadores nacionales
al comienzo de cada Mundial. Sin poder saber si hubo
intimidación o violencia,
si fue acoso o violación, hay una coincidencia plena en que el
comportamiento
de estos individuos es deplorable, reprochable y punible. Pero
eso no quita
para que, sin dejar de creer la versión de la víctima,
jurídicamente, el tema pueda
no dar para más que esos nueve años de condena que se les ha
impuesto.
El
problema, sin duda, afecta más
al ámbito legislativo que al judicial. Y ahí es donde esta
sociedad tiene una
gran piedra de choque. El exceso de permisividad con la
delincuencia y la suavidad
creciente con la que se ha ido revisando el Código Penal,
acaban llevando a
estas cosas. Hace muy pocas semanas, teníamos vivo el debate
sobre la prisión
permanente revisable y, muchos de los que entonces clamaban
por la derogación
de esta medida, son quienes más gritan ahora contra la
sentencia a La Manada.
Ahora
nadie duda en “legislar en
caliente” y aumentar las penas a los violadores. Yo, también.
Pero el Código
Penal debe guardar la proporcionalidad entre el delito y la
condena y nada debe
salir gratis a un delincuente. Si hacemos crecer la pena por
violación y
mantenemos, o incluso reducimos, la condena por asesinato,
puede llegar el caso
en que matar resulte gratis.
La
labor de los jueces es
interpretar las leyes, pero su función está encorsetada
precisamente por esas
leyes que deben interpretar. El cuestionamiento popular a las
sentencias
judiciales puede acabar siendo un grave peligro para la
independencia judicial
y, como consecuencia, para el equilibrio del Estado de
Derecho. Es necesario
reequilibrar la fuerza de la ley con el sentir popular ante
aberraciones como
esta pero, quizá, llegados a este punto, sea necesaria una
verdadera catarsis
en el Derecho Penal español y una redefinición, proporcionada
y efectiva, de
las penas que se imponen a cada delito. En todo caso, eso
precisa de coherencia
social y de proporcionalidad legislativa y, ni una cosa ni la
otra, son
competencias del poder judicial.
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