Jaime García.
Decía Ortega y Gasset: “La política es un
orden instrumental y adjetivo de la vida, una de las muchas cosas que
necesitamos atender para que nuestra vida personal sufra menos fracasos y
lograr más fácil expansión. El movimiento democrático nace para romper la
desigualdad jurídica”. El objeto de la política es hacer una buena lectura del
hombre, de la sociedad y de la historia. La lectura es difícil y de comprensión
varia. Como consecuencia de esa lectura aparecen distintas posturas políticas.
Unos afirman la existencia en el hombre de valores éticos superiores; aceptan
la existencia de una vida trascendente; creen que el hombre es un ser moral,
libre, responsable; no consideran su “convivir” una lucha de clases; aceptan
la vida como algo sagrado por encima de las circunstancias personales; su amor
profundo a la libertad les conduce a considerar que la economía tiene que
disponer de un mercado libre y que el gobierno no debe controlar e intervenir
en exceso.
Otros, en contra, infieren de esa lectura
conclusiones distintas. Tienen del hombre y de su historia una concepción
materialista; profesan una moral subjetiva, sociológica, de situación;
defienden que el Estado debe intervenir y controlar las acciones del hombre en
todos los campos: económico, educativo, judicial, profesional… Contemplan la
vida del hombre inmersa en una lucha de clases y esa lucha la consideran como
explicación del hombre y de su historia.
Son dos actitudes que me atrevo a
calificar “derecha e izquierda”, aunque entiendo que son dos términos de muy
delicada administración.
Es correcto concluir que estas dos
concepciones del hombre y de su historia son lícitas y merecen respeto. Son
dos opiniones y una opinión, como dijo Zubiri, no es una verdad, sino “algo que
pretende ser verdad”. La fuerza de una opinión está en los razonamientos claros
y precisos que la apoyan.
No se puede apoyar una teoría en
ingeniosos sofismas, al igual que no es lícito hacer circular una moneda falsa,
apoyándola en una moneda sana. Ninguna fuerza política tiene derecho a exhibirse
como única verdad, como única alternativa, excluyendo a las demás.
No es democrático ignorar, apoyándose en
el hecho de ser fuerza mayoritaria, a las otras fuerzas políticas. No es
democrático decir: “Ustedes no tienen jurídicamente razón, porque son políticamente
minoritarios”. Nunca la estadística fué norma de verdad.
Tan digno es “conservar” como “cambiar”.
Los verbos sólo expresan acción. Lo importante es saber qué es lo que se
pretende “conservar” y qué se desea “cambiar”. La izquierda, por ejemplo, se
autotitula con bombo y platillo “progresista”. El término progreso, del verbo
deponente latino progredior, significa avanzar. El avanzar puede ser bueno (dar
un paseo), puede ser temerario (pasar un semáforo en rojo) y puede ser
suicida (ante un precipicio). De la misma manera “conservar” la vida, los
bienes, la virtud… es considerado bueno. Conservar lo inútil y desfasado, los
vicios, las formas sociales hipócritas, las desigualdades jurídicas, es malo.
La derecha e izquierda son dos modos
democráticos de ver la vida. Dos maneras de entender al hombre y su historia.
Me gusta más aquella frase de Jean-François Revel: “No hay hombre de derechas o
izquierda, sino comportamientos de derechas o izquierda”
La derecha y la izquierda se necesitan
mutuamente. No puede existir democracia sin ellas. Son las dos almas de un pueblo.
Una más realista, la otra más utópica. Es buena la alternancia. La derecha y la
izquierda, es normal, tienen luces y sombras en sus hojas de servicio, pero no
podemos permitirnos el lujo de un gobierno sin referencia a la derecha o la
izquierda.
Hay que hacer un traje nuevo a la derecha
y a la izquierda española. Maquillarlas y presentarlas en sociedad garosas y
entusiastas, libres de timideces y añoranzas, libres de atavismos y
conscientes de su enorme necesidad de entenderse.
Y así como la izquierda ha tomado hoy
ideas de la derecha, la derecha debe tomar hoy algunas ideas de la izquierda.
Simbiosis exigida por las circunstancias. Al fin y al cabo la política no es
un fin, sino un medio, y la vida política no se entiende sin las circunstancias.
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