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Ya
nadie se cree que España sea un país aconfesional. Los laicos
somos consentidos con más o menos intensidad. Se nos permite
una cierta libertad de expresión pero pare usted de contar. Con
la Iglesia topamos cada dos por tres.
Estas
últimas vacaciones las procesiones católicas han vuelto a
inundar las calles de imágenes de dolor y sacrificio con una
escenografía tenebrosa que siempre busca el miedo como base
doctrinal. Pero sus imágenes más reverenciales se instalan en
nuestras almas por cualquier vía e inundan nuestro pensamiento.
Tanto
es así que sorprende ver a personas representativas del ámbito de
la izquierda actúan como verdaderas devotas de esta fiebre
procesional amparándose en el carácter tradicional y
asomándose a la nostalgia infantil como coartada.
Soy
fan de la gente que parece normal hasta que llega Semana Santa.
Fan de la gente que no es creyente pero participa con gran devoción
de la Semana Santa. Es un fenómeno para mi inexplicable y
contradictorio. Pero nada que objetar al comportamiento
individual. Esas creencias son libres aunque a mi me parezcan
incoherentes. Lo que sí que me parece peligroso es que se
produzca una proyección pública a la espera de algún caladero
de votos. Ese caladero -el de la fe- la izquierda lo reclama para la
intimidad y no para la publicidad. Sin embargo, hay una parte
de la izquierda que cuando llega Semana Santa se transforman y se
pone una peineta invisible y realmente piensa que es compatible
y favorable enviar ese mensaje a toda la sociedad.
Esa
proyección orgullosa y ostentosa del laicismo tradicionalista
religioso -el laicisimo que abandera la tradición religiosa- es
una muestra más de que en realidad aquí mandan los de siempre. Y se
meten donde menos te lo esperas. Como decía la película: están
entre nosotros.
Ya
lo decía el cura que me dio la comunión. Dios está en todas
partes. Y te vigila.