Rafael Escrig.
En
todos los tiempos se ha considerado al médico algo así como un ser
superior. En la Prehistoria era el brujo, fue el mago en la Edad
Media y, en todo momento, ha sido quien ha tenido el poder de
devolvernos la salud y liberarnos del dolor. Al médico, en todas las
épocas históricas, se le ha tratado con el respeto y el temor de
quien tiene en su mano nuestras vidas, de alguien que emplea fórmulas
mágicas, extrañas fórmulas con productos químicos o con hierbas,
en un lenguaje hermético que sólo está al alcance de los iniciados
como él. Reparen ustedes en la letra indescifrable con que los
médicos escriben sus recetas. Reparen en el nombre de las
enfermedades, en el nombre de los medicamentos, en sus compuestos
formados por no menos de diez sílabas, incluso en las partes de
nuestro propio cuerpo que nos señala con palabras nunca antes oídas.
Todo está calculado para dejarnos al margen de su ciencia. El médico
hablará lo justo con el paciente y siempre procurará hacerlo con
ese lenguaje inescrutable que rodea su ciencia. Todo esto son armas
que el médico de todas las épocas ha explotado para dar a sus
conocimientos ese carácter de misterio con que se reviste y cuyos
secretos, nosotros, pobres neófitos, nunca conoceremos.
Visto
desde esta perspectiva, realmente el médico es un ser superior,
alguien a quien se ha de respetar y temer. Por lo tanto, que nadie se
tome a broma la visita al médico. Dos grandes razones nos lo
aconsejan: la antedicha del respeto hacia una persona en la que
estamos depositando nuestra salud, y el miedo a que nos diga algo que
cambie nuestra vida. Ir al médico es como acudir a una ceremonia
sagrada, por eso uno se lava y se pone ropas limpias de domingo. Por
eso bajamos la voz en la consulta, por eso nos volvemos sumisos y
obedientes. Al médico le hablamos de usted y le decimos doctor con
reverencia y nos convertimos en corderitos amaestrados dispuestos a
pasar por todas las pruebas que sean necesarias, por el bien de
nuestra querida y deseada salud. Ante el médico estamos ante el
altar y vamos a comulgar con su prescripción para sanar nuestro
cuerpo enfermo ¿Ven ustedes las concomitancias con lo religioso?
Todo lo que nos da miedo se convierte en sagrado, y el médico es el
oficiante que nos dice: “Levántese la blusa” o “Bájese los
pantalones” o “Tiéndase ahí” o, en el mejor de los casos
“Abra la boca”, su acólito, la enfermera, asistirá aburrida al
consabido ceremonial y escribirá unas notas sobre el papel, mientras
nosotros, con los pantalones bajados y llenos de miedo, esperaremos
la mano enguantada del médico mirando hacia otro lado y pensando que
aún podría ser peor.
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