Rafa Escrig.
Hoy,
leyendo, me he enterado –porque es leyendo como uno aprende y se
entera de las cosas- que la palabra mandar proviene del latín manu
dare (dar la mano), lo que nos lleva directamente al saludo entre
las personas estrechándose las manos. El origen, según las últimas
investigaciones sociológicas, sería una costumbre derivada de la
sumisión del vencido.
En
las primeras épocas de la historia, el vencido en combate se tendía
en el suelo en un acto de sumisión y acatamiento entregándose al
vencedor, el cual podía disponer de su vida en uno u otro sentido:
ejecutarlo o perdonarle la vida convirtiéndole en su esclavo. Esta
actitud extrema de humillación del rendido aún se observa en
determinados ritos religiosos.
Así
pues, desde las épocas históricas hasta nuestros días, el que
man-da está por encima del inferior o del súbdito al que, de
una u otra forma, somete. El tiempo fue suavizando las actitudes y
aparecieron nuevas fórmulas de sometimiento y respeto, aparece la
genuflexión, la reverencia, la inclinación, el besamanos y
diferentes fórmulas más o menos complicadas que irían derivando a
otras más sencillas hasta la entrega de una o ambas manos, con esa
sacudida que le hemos impreso en el saludo convencional de nuestros
días.
Este
fenómeno ha ido socializándose cada vez más y, después de haberse
perdido la memoria de su significado inicial, se ha convertido en una
simple costumbre amistosa sin apenas trascendencia, al menos entre
las personas más cercanas. Uno puede saludar a un amigo íntimo de
distintas maneras: dándole la mano, golpeándole la espalda o
incluso con un afectuoso pescozón. Los saludos formales los
guardamos para otras personas u ocasiones. En ese caso, dependiendo
del personaje o la dignidad de su persona, deberemos mirarnos muy
mucho cómo hacerlo.
Me
llama la atención cuando veo por la televisión una recepción
oficial del rey Felipe VI en el Palacio Real y observo que cada cual
le saluda a su aire. Parece que no hubiera un protocolo o que, aún
existiendo, nadie lo siguiese. Unos inclinan la cabeza, otros se
cuadran, otros dan la mano, sin más. Algunas señoras hacen una leve
inclinación, otras dan la mano o doblan la rodilla levemente y el
rey, con una paciencia infinita, estrecha la mano a todo el mundo con
una sonrisa, tal como le enseñaron a hacer cuarenta años atrás.
¿Cómo haría usted si le invitaran a una de esas recepciones?
Inclinaría la cabeza, daría la mano simplemente o haría como el
señor Pablo Iglesias, le daría la mano como se la da a cualquier
colega suyo, como diciendo con esa sonrisa boba tan suya: le estoy
dando la mano en mangas de camisa al camarada Felipe y no pasa nada
¡soy la hostia! Algo muy importante eso de dar la mano a alguien,
sobre todo si pensamos en su origen y en su etimología.
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