Susana Gisbert. Lo crean o
no, soy una privilegiada. La ventana de mi despacho da al
Conservatorio Superior de Música y, como quiera que los aislamientos
y la climatización inteligente en uno y otro edificio no son todo lo
inteligentes que debieran, les oigo con frecuencia ensayar. Un día
es un violín, otro la flauta o la trompeta, otro una soprano o un
tenor o alguien ejercitando la percusión. Así que tengo música
gratis sin necesidad de piratearla –eso, nunca-. Pero hay quien no
lo valora. Incluso hay quien se queja de ello.
El otro
día, mientras escuchaba un violín repetir una pieza preciosa,
pensaba que tal vez tenga la suerte de estar escuchando a un virtuoso
o virtuosa por cuyos recitales se pagará en el futuro un potosí, y
yo lo tengo ahí, en mi ventana, como quien no quiere la cosa.
Pero no
todo es belleza y alegría. Sé de buena tinta lo que cuesta llegar
hasta ahí, y lo poco que se valora ese esfuerzo y ese talento. Sé
que han tenido que arrancar horas al ocio, que compatibilizar con
estudios, que perder noches de sueño para llegar. Y lo que es peor,
para mantenerse. El arte, ese don tan precioso, no es todo lo
preciado que debería.
Tengo una
hija bailarina. También ella ha tenido que sacar horas de donde no
las había para lograr su título oficial, y sigue luchando día a
día con la incomprensión, con las lesiones, y con la precariedad,
porque nunca puede dejar de formarse. Como tantos artistas, ha
estudiado otra carrera, porque estamos hartas de oir eso de que hay
que asegurarse un futuro, como si dedicarse al arte no lo fuera. Como
si a un médico le dijeran que estudie, además, arquitectura, que
igual lo del fonen no le da para comer.
Pero es la
realidad. Así les toca vivir, justificándose a toda hora como si se
tratara de un divertimento en lugar de una profesión. Y escuchando
también aquello de que si no eres primera figura mejor es que te
olvides. Como si al médico del ejemplo le dijeran que colgara en
fonen si no va a ser el próximo Ramón y Cajal.
Aunque
confieso que, cuando la veo metamorfosearse en el escenario, cuando
veo su cara ante el aplauso del público, se me pasa todo. A ella y a
sus compañeros, bailarines y bailarinas, musicos y músicas, actores
y actrices. Algo parecido a lo que siento yo cuando pongo el punto
final desde las teclas de mi ordenar, y puedo palpar en papel el
resultado de mis desvelos. Salvando las distancias, claro está.
¿Por qué
no valoramos más a nuestros artistas? ¿Por qué se lo ponemos tan
difícil?. Una sociedad que da la espalda al arte es una sociedad
empobrecida y hasta me atrevería a decir que una sociedad sin
futuro.
Yo no
quiero vivir en un mundo sin arte. Quiero pensar que quienes inundan
de notas musicales mi quehacer diario desde la ventana van a tener un
futuro digno para ellos y para quienes podamos disfrutar de su
talento. Quiero pensar que lo va tener mi hija, y todas las personas
que se transfiguran cuando pisan las tablas de un escenario, y que
nos regalan momentos inolvidables.
De momento,
solo puedo darles las gracias por alegrarme las mañanas, y hacerles
este pequeño homenaje juntando letras desde mi teclado. Ojala
pudiera darles más.
SUSANA
GISBERT
(TWITTER
@gisb_sus)
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