Rafael Escrig.
Me precio de ser un buen
observador pero, para mi desgracia, me fijo mucho más en las cosas
negativas de mi alrededor: lo feo, lo cutre, lo tópico, la
incultura, el descuido, el incivismo y, por encima de todo, lo
vulgar. No soporto la vulgaridad. Sobrellevar todo esto, como ustedes
comprenderán, es una carga muy pesada. Pero yo soy el primero que lo
pasa mal. Sé que debería ver el lado positivo y tratar de no juzgar
tan duramente a la sociedad. Ser menos crítico pensando que nadie ni
nada puede ser perfecto y mirarlo todo con mayor comprensión. Pero
no puedo, la comprensión, para mí, sería condescendencia y me
niego a acomodarme con el lado negativo de las cosas.
Siempre existen dos lados
opuestos y enfrentados: norte, sur; malo, bueno; dentro, fuera;
cielo, infierno (eso del purgatorio es un invento de la Iglesia
Católica, como lo del perdón por la confesión, que sólo demuestra
su aquiescencia para con todo el mundo, que de poco le sirve, pues
cada día le va peor). Lo que quiero decir es que eso de las medias
tintas, de que todo no es sólo blanco ni sólo negro, es una falacia
que tiene más de buenas intenciones que de realidad y, además, no
beneficia a nadie. En el fondo, todos somos unos intolerantes y,
nadie se pone en lugar del otro. Lo nuestro, lo natural, es que media
humanidad critique a la otra media, y quien dice criticar dice juzgar
y dice condenar. Quien no lo haga es que no tiene opinión o que está
muerto. No obstante, la crítica, en nuestra sociedad, donde priman
más las formas que los hechos, está bastante devaluada y nunca
estará bien vista esa actitud pero, créanme, sin crítica la
sociedad llegaría a estancarse en un pantano de tolerancia
almibarada y de dulces bondades, y a toda la gente nos caería la
baba de buenos que seríamos y nos saldría coronita, como decía mi
madre, y se nos pondría una cara beatífica de obispo que daríamos
asco.
A este panorama podemos llegar
de manera progresiva, si continúa nuestra desmedida pasión por el
móvil. En un estudio que he realizado a escala personal, he
calculado que mirando la pantalla del móvil un promedio de doce
horas diarias, aproximadamente lo que venimos haciendo hasta ahora,
no tendremos tiempo ni ocasión de mirar hacia otra parte y, de esa
forma, caeremos en ese pantano de gelatina de fresa y nata que vengo
anunciando. Nos dejaremos llevar por la fatal luminiscencia de la
pantalla del inalámbrico con sus bonitos iconos y nos arrastraremos
perdidamente por entre mensajes de wasap, sudokus y otras mandangas,
perdiendo para siempre la ocasión de criticar a gusto, o de ser
criticados. ¡Asco de vida!
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