Rafael Escrig.
No
sé si la nostalgia puede considerarse una enfermedad o sólo es un
síntoma de la depresión. Quien está depresivo piensa en ese ayer
que siempre fue mejor y la comparación le sirve para lamentarse del
presente. Pero también es cierto que no hace falta estar depresivo
para echar de menos el tiempo pasado. La nostalgia es algo muy
recurrente adonde todos acudimos para confortarnos de algún modo o
simplemente por complacencia. Siempre llevamos con nosotros un poco
de nostalgia en el bolsillo, como esa calderilla que te viene tan
bien para pagar el café. ¿Qué sería de una conversación con un
amigo sin recordar los tiempos pasados? Esa especie de añoranza que
nos lleva a recordar lo bien que lo pasábamos antes jugando al
fútbol en la calle cuando no pasaban coches, o la que nos hace pensar
cuando nos comíamos esos bocadillos de calamares -ahora nos sientan
mal los fritos-, o esa otra en la que te ves cogido de la mano de tu
novia, saboreando las mieles del momento. Podemos tener nostalgia por
muchas cosas, es normal, quizá sea un mecanismo de defensa para
sobrellevar el presente en los casos extremos, pero eso no nos ha de
llevar a considerar que todo tiempo pasado fue mejor, hay un abismo
entre una y otra cosa.
El
otro día, mirando los álbumes de fotos de hace treinta años –lo
mejor para deprimirse-, mi mujer me confesó lo que echaba de menos
aquellos años. Sí, estoy de acuerdo, se pueden añorar aquellos
momentos tan felices, pero ahora hay muchos otros momentos igual o
más felices. No estropeemos el presente. El minuto de ahora es el
más importante de nuestra vida. La nostalgia está mucho mejor en la
poesía o en las canciones románticas, pero en el día a día no nos
aporta ningún beneficio, la verdad, es mejor no hacerle mucho caso.
Aunque todos caemos en lo que predicamos y sin ir más lejos, aquí
me tienen escuchando esos boleros antañones de Olga Guillot o
Manzanero. Como se suele decir socarronamente en estos casos, “ahora
ya no se canta así” Y les diré más. Algunas veces me detengo
delante de Casa Mundo, el de toda la vida, y miro apasionadamente -es
lo máximo que me puedo permitir- con una tristeza increíble, su
vitrina repleta de tapas de calamares, de sepia a la plancha, de
albóndigas con pimiento y esa sartén llena de morcillas y
longanizas, que se van friendo a fuego lento delante de nuestras
narices sin poderlas catar. Solo les diré para terminar, que hoy
mismo casi he llorado al recordar que hace muchos años todavía
ganaba algunas partidas de ajedrez y hoy acabo de perder dos seguidas
contra mi sobrino que apenas sabe jugar ¡Qué mala es la nostalgia!
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