Carles López Cerezuela. FOTO EPDA El Valencia se vende. Cualquiera que haya tenido una infancia sin
sociedades anónimas deportivas es incapaz de entender el significado
completo de esa frase. No se puede vender un patrimonio colectivo. No se
puede vender una ilusión compartida. Pero se vende. Porque el dinero ha
corrompido todo. Ha entrado en todas partes. Especialmente en las
emociones. Saben que las emociones son rentables porque implican un
gasto superior al lógico. Saben que comprar una ilusión vale mucho más
de lo que cuesta.
Hay pocos estudios serios sobre el fútbol como metáfora de la vida. El
más serio quizá sea Fútbol contra el enemigo de Simon Kuper. Hay más
pero no son suficientes. En nuestro ámbito más cercano apenas algunos
datos se pueden encontrar en el libro de Vicent Flor "Noves Glòries a
Espanya". El fútbol siempre es un espejo social, el lugar en el que se
construye la gran metáfora. Y así se ha comportado Mestalla, como el
gran palco de una época. El lugar donde surgía la caricatura exagerada
de una época que acaba esta misma semana.
Siempre lo fue. En la República el Levante gana una competición que
nadie le reconoce. En Valencia se juega con el sonido del himno de
riego. Lo que pasa en los estadios de fútbol siempre fue un espejo
social. Pero Valencia tiene sus matices. Mestalla no hizo transición
democrática. Mestalla no se democratizó. Se apaciguó solamente. Es uno
de los caracteres básicos de la afición valencianista: su perfil
conservador y fácilmente acaudillable. El fichaje de Roberto y su
posterior conversión a Robert explica mucho más que algunos resultados
electorales de lo que pasaba en la Valencia de la Batalla. Aquel
Valencia anterior de Ramos Costa que llevó al Valencia por Europa de la
mano del mejor jugador del mundo. El que había ganado un campeonato en
un país donde se torturaba a gente a menos de un kilómetro de los
estadios. Llamar "matador" a Kempes en ese contexto resultaba grotesco
cuando no ambiguo. Pero Mestalla es exigente con resultados y poco
exigente con los valores.
El proceso de "champán y mujeres" de estilo rusoniano -no de Rosseau
sino de Rus- que culminaba con la Supercopa del 80 llevó al Valencia a
descender a segunda división unos años después. Allí surgió la
generación del desencanto. Una generación de valencianistas que
crecieron entre el sacrificio y la lealtad. Se aferraron a un industrial
de la Vall d'Uixó que inició la reconversión industrial del Valencia.
Era una época donde gobernaba el PSOE y la derecha panxaplenista vivía
en un segundo plano. Dejaron Mestalla para que el Valencia lo salvaran
desde las comarcas. La capital dimitía. Un industrial de la Vall cogía
las riendas mientras los espectadores aplaudían cada vez que se decía la
recaudación exacta por taquilla. Mestalla ya era el palco de una época.
Los años noventa son época de giro económico en V de Valencia. Tuzón
deja de servir a una afición que quiere a Romario. Un jugador tan
metafórico como el sonido de la grada. No corría mucho pero era
efectivo. Golfo y figura hasta la sepultura. Así gustan en Mestalla. La
filosofía de la época era otra. Así que "la mejor afición del mundo"
necesitaba a los mejores jugadores del mundo. Y aparecen los primeros
arribistas. Los arribistas huelen el éxito y se abalanzan sobre él para
saborearlo y apropiarlo. Pero desconocen la regla básica de cualquier
buen negocio bursátil, el último euro que se lo lleve otro.
Empieza la voraginé. Allí se puso la S de Se vende. La primera letra del
cartel de la inmobiliaria de Mestalla. A la primera emisión de acciones
de la Sociedad Anónima Valencia CdF acude poco accionista minorista. La
gente entiende el valor de una entrada pero no el valor de un entramado
civil. La burguesía valenciana nunca se ha caracterizado por su lealtad
económica con su entorno. Son más bien avaros. Muchos pequeños
accionistas de las clases populares que compran lo justo para que el
precio del pase sea más barato. Aún así el Valencia sigue siendo de los
valencianistas. Miran de reojo a Madrid y Barcelona que no fueron
obligados a ser sociedades anónimas. Pero poco. La afición del Valencia
es más de calentar el asiento que la cabeza. Fue la primera dimisión de
la "mejor afición del mundo".
El Valencia se sanea. Sanear tiene un punto de sacrificio pero también
de éxito. El club se viene arriba deportivamente. Algunos escarceos
conceptuales aparecen. El speaker ahora ya habla en valenciano sin que
pase nada. Ya no se dice la recaudación. Probablemente porque tampoco se
dice el sueldo del presidente por megafonía. Aparece el pantalón negro
como revisión histórica. Para entonces el Valencia ya se ha transformado
en algo diferente. La traición de Judas el Montenegrino se sube a lomos
de una agresión a Paco Roig en el Bernabeu. Mestalla ya no recibe al
Madrid como antes. Tampoco al Barcelona. Hay una cierta simetría
extraña. De nuevo cuño. El pantalón negro ha cambiado el color de los
atributos valencianistas.
El Valencia llega a la final de la Copa del Rey en el Bernabeu y se
encomienda a Noé para sobrevivir al diluvio universal. Solamente se
salvó una pareja de cada especie de aficionado valencianista. El
Valencia ya no volvió a ser el mismo. Y no para mal deportivamente pero
socialmente ya tal que diría Rajoy ante una pregunta incómoda.
Empieza la década prodigiosa del ladrillo y empieza la década prodigiosa
del Valencia. Mestalla bulle. Su palco es el lugar de paso obligatorio
para cualquiera que quiera ser importante en Valencia. Gürtel debió
tener un pase fijo. Una zona de acampañada en Mestalla. Llanera se deja
la pasta en publicidad en su efímera existencia. Llegan los títulos. La
fiebre sube. El aficionado valencianista es fácil de euforizar. Se
emborracha con facilidad, con un par de copas. Tiene la memoria de un
pez tropical. Apenas una década desde el sufrimiento. El síndrome de los
nuevos ricos. Se amplia el estadio para dejar pasar a los nuevos
valencianistas. Los que huelen la pólvora de la mascletá de títulos. Los
de Tuzón siguen ahí. Pero callados. Los pañuelos blancos suenan los
mocos de los entrenadores pero nunca limpian los asientos de los
dirigentes. Por la presidencia pasan lustrosos -más que ilustres-
personajes. Todavía quedan vestigios de seriedad de raiz tuzoniana. Pero
Rafa Benitez es demasiado soso para la "nueva mejor afición del mundo".
La nueva afición quiere más. Como los yonkies del crédito quieren más.
Quieren repoblar todo el litoral de apartamentos. Quieren convertir el
Pais Valenciano en el Pais de Vacaciones. Y así es la única manera en la
que se entiende que un señor mayor le compre a su hijo un club para que
juegue. Y al mismo tiempo que Fabra inventa un aeropuerto sin aviones,
Soler inventa un estadio sin partidos.
No podía ser un estadio cualquiera. Toda la afición lo entendió.
Básicamente porque todos estaban haciendo negocio con sus casas. Sus
casas les gustaban pero querían tener una mejor. El crédito blando se la
ponía dura a toda la casta dirigente valenciana. No podía ser un
estadio cualquiera. Tenía que ser el mejor estadio del mundo para
albergar a la mejor afición del mundo. Y ahí lo dejaron. Sin más
afirmaciones subsiguientes. Un estadio con techo en un lugar donde la
pluja no sap ploure (la lluvía no sabe llover). Con un parking para más
gente de la que va en coche al fútbol.
Bajo la sociedad anónima se empezaba a esconder gente que venía a hacer
negocio. La ciudad deportiva de Paterna y el emblemático Mestalla.
Entonces era un estadio pretendidamente desgastado que no hace ni un mes
albergaba la principal competición en campo ajeno, la final de la Copa
del Rey. El campo que no servía. El campo que había que superar.
Para entonces Mestalla ya no era un espejo sino una lupa de la realidad
valenciana. La aumentaba y la deformaba. Los palcos de las empresas
llenaban de personajes funestos cada título. Soler hijo jugaba con su
club como un niño con un equipo nuevo. Jugaba a contentar a una afición
de poco criterio que acudía en masa a aplaudir a jugadores con fichas
estratosféricas que salían poco tiempo después a precio de saldo. Pero
el negocio era otro. Se compró una casa sin vender la otra. Una obra a
medio acabar. Así es Levante, ese lugar feliz donde la luz y el amor
dejaron un montón de obras a medio acabar. Llanera quiebra como quiebra
todo el andamiaje. La afición del Valencia nunca fue paciente. Los
nuevos valencianistas no van al campo a aburrirse. Quieren lo que
compraron. Pero hasta que llegue el dia de la cremà Camps paseaba sus
trajes por el palco. Y Rita miraba al Cabañal desde el otro lado de
Blasco Ibañez. Cada título era el marco perfecto para la Valencia de los
eventos. Cada título es la comprobación de que somos una referencia
para toda España. El eje de la prosperidad funciona. No somos buenos.
Somos los mejores. Mestalla se enfervoriza con el mensaje. Los precios
de los pases suben. El mercado negro de las acciones es una pequeña
burbuja en el jacuzzi de la deuda del club. Usted haga como yo y no se
meta en política que dijo el dictador. Y así era Mestalla, un lugar
donde nadie se metía en la política del club. Ampliaciones de capital
que demostraban que el aficionado seguía dimitido. Nadie quería ocuparse
de la parte aburrida. Mejor llegar a tribuna y criticar a Quique
Sanchez Flores que mirar al palco y sentarse a evaluar un presupuesto.
Con todo el humo vendido se acabó la fiesta. Bancaja se convierte en
Bankia y la deuda parece un poco menos nuestra. Pero es nuestra.
Mestalla miraba con cara de pena hacía Madrid pidiendo perdón por haber
sido malos. No fue culpa nuestra. Nos dieron el crédito. Pero no hay
deshaucio. Fútbol es fútbol. La Plataforma de Afectados de la Hipoteca
nunca hará un escrache en Mestalla. No hace falta. En otra gran metáfora
social del austericidio, la Generalitat asume la deuda como avalista.
Convertimos deuda privada en deuda pública. Y después business as usual.
Aquí paz y allí gloria. Nunca mejor dicho. El Valencia entra en
liquidación. Se vende por parcelas. Se vende como sea. Se va Silva,
Villa, Jordi Alba. Solamente Albelda nos recuerda que algo va mal. Que
no es normal que a David le reviente la cara un Goliath holandés que
vino como tantos otros a expoliar al asediado.
El Valencia está de rebajas. Cada año un goteo inagotable que se va
sosteniendo con un cierto efecto memoria del tuzonismo más radical. Pero
los asientos de Mestalla también se vacían. Los hooligans de la
diversión ya no se divierten. Y prefieren verlo en casa. O no verlo. El
fútbol es así.
Capítulos finales. Masclets que retumban en la plaza del Ayuntamiento
como el eco de la acampada del 15M. Un país en quiebra. Un club
quebrado. Un banco es dueño del club. Primero lo gestionaron los
inmobiliarios y ahora un banco malo. Fotografías con polaroid de la
época. Presuntos planes de secuestro para cobrar entre "amiguitos del
alma". Valencia is different. Se desconcha el calatravismo futbolístico
que lleno de magnos espacios vacíos la ciudad.
Mientras tanto aquí no se enteraba ni Peter del asunto. Bueno, Peter sí.
Peter sí que se enteraba. Sabía que en España los precios han bajado
mucho de la mano de los salarios. La fórmula de la competitividad es
trabajar más por menos. España es un país de oportunidades y saldos. Los
mercados asustaron a la prima de riesgo y ahora ya nos tienen donde
querían. Metidos en nuestro campo y corriendo detrás de la pelota. Peter
sí que se enteró. Pero desde Singapur es difícil oír la melodía de una
banda de música antes del partido. En Singapur dan miedo las tracas de
fallas. En Singapur se hacen negocios. Y eso es lo que ha cambiado.
Ahora el Valencia es un negocio como una franquicia de la NBA. Los
sentimientos no cotizan en bolsa. Ahora ser del Valencia empieza a ser
como ser de Apple. Una fiebre comercial. Volverán las oscuras
golondrinas pero tendrán que ir al Nou Mestalla. Allí tienen más sitio
para anidar.
Se acaba una época y empieza otra. Los negocios se hacen en el palco
mientras los tifos se hacen en la grada. Todo bien separadito para que
no hayan contagios. Los valencianos y los valencianistas son un
colectivo capaz de perderlo todo sin inmutarse. Sin sistema financiero,
sin autonomía política real y sin equipo de fútbol propio. La
valencianista es una sociedad anónima, tan anónima que nadie es capaz de
reconocerla. Tan anónima que es incapaz de responsabilizarse. Una
sociedad anónima y bastante limitada.
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