Susana Gisbert. Soy
usuaria bastante habitual de ese servicio público llamado taxi. Por
razones personales, y profesionales, he montado en muchos mas de los
que podría recordar. Incluso he repetido a veces, intencional o
casualmente. Y, aunque hay de todo, tengo muchas más buenas
experiencias que malas.
No
obstante, no me voy a dedicar a meter en el dedo en la llaga de sus
reivindicaiones. No van por ahí los tiros. Lo mío es una cosa mucho
más de andar por casa.
Como
decía, soy usuaria habitual. Y como tal me gusta que, aunque sea un
viaje breve, sea agradable. Por eso, odio subir en uno de esos que
tienen puesto el partido de fútbol a todo meter, o la tertulia
deportiva. Que, además, jamás preguntan si a una le molesta. Claro,
sabrán que la respuesta va a ser positiva. También me gustan
bastante poco los que llevan la emisora en marcha, no por razones de
servicio, sino comentando con los compañeros si fulanito ayer se
pasó cuatro pueblos en la cena o si menganito es un caradura. Me
molesta compartir esas cosas. Como me molesta también los que hablan
por el móvil –manos libres, por supuesto- más allá de las
urgencias.
Sin
embargo, me gusta que tengan música puesta. Y más todavía, me
gusta que me pregunten si me gusta, o si me molesta. Y hasta los hay
que dan a elegir entre diversas posibilidades musicales, o si se
prefiere el silencio. Y fíjate que en esos casos suelo decir que
está bien la que ellos –o ellas- eligieron, aunque no sea mi
estilo. Salvo, claro está, que me torpedeen con reggaeton, que todo
tiene un límite. Pero cuesta poco tener al cliente contento, por más
que el precio de la carrera vaya a ser el mismo.
Ya
sé que habrá quien diga que el taxi es suyo, y que están todo el
día dentro y pueden entretenerse con lo que quieran. Y no digo yo
que no, mientras van de vacío. Pero no tanto cuando hay alguien
dentro. No me imagino que nadie atienda al público en cualquier
trabajo con la radio puesta a todo trapo con una tertulia de
cualquier índole o una retransmisión deportiva. Así que tampoco
parece razonable hacerlo en el taxi, salvo que el cliente comparta
sus gustos y así se lo haga saber.
También
me gusta la conversación. Quizás porque como quiera que yo no me
callo ni debajo del agua, agradezco más que me den palique, siempre
que sea educado y agradable, que el silencio. Pero tal vez a otra
persona le pase lo contrario.
Y
hay otra cosa que me encanta. Mirar el tuneo del taxi. Desde los más
sobrios, hasta los que hacen la competencia de Mujeres al borde de
un ataque de nervios. El “no corras, papá”, o los consabidos
muñequitos de El Fary o Elvis me siguen encantando, qué le voy a
hacer. En ocasiones les he pedido que me dejen hacer una foto. Y
espero volver a ver algún día uno aquellos perrillos con un muelle
en la cabeza y los ojos brillantes que me recuerdan a mi infancia.
Friki que es una.
No
se trata de criticar a los taxistas. Más bien de valorar a aquellos
que dan un servicio mejor y más agradable.
Así
que si me leen, y lo recuerdan, por favor, no me pongan más fútbol.
Que no todos vibramos al grito de “gol”. Aunque no lo crean.
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