Susana Gisbert. Hacía
tiempo que no veía a mi amiga María. Me la encontré el otro día
saliendo del colegio de sus hijos, donde había asistido a una
reunión para preparar los disfraces de carnaval. Salía de allí
apresuradamente, entre un montón de madres que comprobaban que les
habían dado el trozo de tela que correspondía para el disfraz de
sus criaturas. Raso rosa para las niñas y azul para los niños. Le
pregunté cómo lo haría, dado que no tiene ni idea de coser, y ella
me respondió con una sonrisa que, como dijo la maestra, todos los
niños tenían una abuela con una máquina de coser.
No
hablamos demasiado. Subida en su viejo utilitario y disculpándose
porque en él abundaban las piezas de legos, algún envase de zumo y
hasta una muñeca, me decía que apenas tenía tiempo para arreglarse
para una cena con un grupo de amigos, ya que tenía que aparcar su
viejo coche en casa para ir allí con el flamante todoterreno que
conducía su marido. Y, por supuesto, antes tenía que imapartir a la
niñera las instrucciones sobre la cena de los niños y la mochila
del día siguiente que, por más que Mario era muy apañado, no había
manera de recordar cuándo la niña tenía ballet y cuándo el niño
fútbol.
Yo
no estaba invitada a la cena, pero ví día siguiente María me contó
lo bien que lo pasaron. Eran varias parejas que, por descontado, se
distribuyeron ordenadamente con los hombres a un lado y las mujeres a
otro, ya que, según decía María, a ellas les gustaba hablar de sus
cosas. Y así lo hicieron, comentando la película romántica que
habían emitido el día anterior en una cadena de televisión y de la
que, por fortuna, una de ellas tenía una copia, porque hubo quien,
como María, no la pudo ver terminar porque cuando había fútbol,
Mario se instalaba en el comedor y a ella le daba pereza irse a ver
la tele sola a la cocina. Y se rieron de algo que les pasaba a
varias, que se ponían enfermas con esa manía de sus maridos de
empuñar el mando a distancia y hacer zapping como si no hubiese un
mañana.
Según
refería, hasta tuvieron un momento para las lágrimas, porque una de
las parejas se marchaba a vivir fuera porque a él le habían
ascendido en su empresa y le habían nombrado jefe en otra ciudad.
Ella se pidió la excedencia, y, aunque tenía sus dudas, le animó
otra amiga, que afirmaba que desde que se pidió su segunda
excedencia por cuidado de hijos, su vida había dado un vuelco,
aunque no dijo en qué sentido.
Y
hasta tuvieron sus sobresaltos, porque la hija mayor de una de las
parejas asistentes a la velada llamó a sus padres asustadísima para
que la recogieran, que con eso de que dejaban pasar gratis a las
chicas en la discoteca, se había encontrado rodeada de chicos que no
le gustaban nada. Y María añadía que había que ser cuidadosos
para poner hora de regreso a las niñas, que los chicos eran otra
cosa. Pero por suerte, la cosa no pasó de ahí.
Confieso
que María no es real, aunque sí lo son todas las situaciones que
cuenta, y que a buen seguro nos suenan conocidas. Y es que todas
hemos sido alguna vez María y todos alguna vez Mario, aún sin
darnos cuenta.
Y
ya es hora de que nos la demos. Que por más que creamos, nuestra
vida es un cúmulo de obstáculos en la carrera por ser cada vez más
iguales. ¿O no?
SUSANA GISBERT
(TWITTER @gisb_sus)
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