Rafa Escrig.
Cerca
de donde yo vivo, por donde paseo algunas veces, hay un punto en el
camino en donde se puede ver una humilde pero inusitada vista
panorámica. Una vista panorámica nada extraordinaria en sí misma
pero, a fin de cuentas, algo que es cada vez más difícil encontrar
en estas ciudades donde vivimos. El sustantivo “panorama” tiene
su origen en el griego pan–horaein, que significa algo así
como verlo todo. La lengua griega nos ha legado perfectas
construcciones léxicas como esta que son capaces de expresar algo
tan complejo, por todas sus formas y matices, como es la totalidad de
un paisaje que puede abarcarse en una mirada. El modesto panorama que
disfruto de pasada a unos minutos de mi casa, me permite prolongar la
vista, por un lado, sobre una planicie de huertas cultivadas que se
intuyen hasta el mar y, del otro lado, otros muchos campos que van a
morir en las faldas de los montes cercanos. Una panorámica que choca
y se agradece tras la monotonía de casas y vehículos, que nos
rodean por todas partes.
Vivimos
un tiempo en el que se echa de menos dejar que nuestra vista alcance
el horizonte libremente. El hombre nacido y habituado a vivir en las
ciudades, echa de menos las vistas panorámicas como las que de
manera inconsciente podían disfrutar sus antepasados, y por eso, en
nuestra memoria ancestral se refugia el anhelo de vivir cerca de una
playa, o en una casa en las montaña, perdernos por el mar con un
velero o ascender a una cima desde donde poder dominar un horizonte a
nuestro alrededor de trescientos sesenta grados y respirar hondo,
libres y dueños de la lejanía. En esa situación, esos recuerdos
atávicos nos hacen liberar gran cantidad de endorfinas en nuestra
corriente sanguínea y nos transportan al hombre que fuimos hace
miles de años, cuando no existían ciudades ni obstáculos que
pusieran fronteras a nuestros ojos. Ahora, después de tantos años,
nos hemos vuelto miopes sólo capaces de ver paredes, puertas, calles
y casas, a otras personas cerca de nosotros y grandes pantallas de
televisión que, irónicamente, nos muestran paisajes dilatados,
cielos inmensos y lugares lejanos a los que quizá nunca podamos
llegar. Hoy por hoy, nos hemos acostumbrado tanto a nuestro mundo
encerrado entre cuatro paredes, que la mayoría de nosotros andamos
por la calle mirando hacia el suelo y despreciando el inmenso cuadro
azul que habita sobre nuestras cabezas.
Quizá
mañana vuelva a pasear por ese lugar en que, por un momento, se
puede imaginar la vastedad del mundo y dejaré que mi vista se pierda
otra vez por esos campos de distintos colores, en donde alguna casa
diminuta desperdigada a lo lejos y algún campanario de ladrillo
rojizo y de suave figura me diga donde estoy.
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