Hubo un tiempo en que los oficios no eran una elección, sino una herencia. No se trabajaba por vocación, se trabajaba por necesidad. Pero esa necesidad, tozuda y precisa, fue tejiendo un mundo. En el Rincón de Ademuz, en la Serranía, en la Canal de Navarrés, en las aldeas del Alto Turia, en tantos pueblos donde la economía era de subsistencia y la comunidad lo era todo, los oficios fueron la forma de estar en el mundo. Hoy, muchos de esos oficios han desaparecido. Y con ellos, una parte del lenguaje, del gesto, del saber.
No se fueron de golpe, ni con ruido. Se fueron deshaciendo en silencio, como se deshace una soga vieja entre las manos. Oficios humildes, sí, pero cargados de inteligencia práctica, de palabras precisas, de saberes que no salían en los libros pero que sostenían la vida cotidiana.
No hablamos solo de la figura del albardero, del ganchero, del esquilador, del carretero o del afilador. Hablamos de una cultura del hacer. De una ética del trabajo donde la precisión del gesto importaba más que el discurso. Donde un oficio era también un modo de mirar el mundo.
Un albardero, por ejemplo, no era solo quien fabricaba albardas para las caballerías. Era alguien que conocía la anatomía del animal, los tiempos de la carga, el desgaste de las cinchas, el cuero y el yute.
Un ganchero no era solo quien bajaba troncos por el río. Era quien leía la corriente como otros leen un libro, quien sabía cuándo empujar y cuándo dejarse llevar.
Un carretero no era solo quien guiaba un carro: era quien domaba la pendiente, conocía el crujido de cada eje y sabía cargar sin quebrar la bestia ni el madero. Bajaban madera desde Cuenca, Albarracín o Javalambre, por caminos duros como la vida. Muchos lo hicieron por la Rambla de la Virgen hasta Ademuz, según ha documentado Vicente Gómez Morales, con manos recias y rueda bien engrasada. Oficio callado, sin heroísmo, pero sin él no habría ni ganchero ni ribera.
El calero. El que transformaba la piedra en cal viva, entre hornos humeantes y noches de vigilancia. Oficio lento, exigente, de humo y espera. Nadie quema piedra ya. Nadie blanquea la fachada con la cal que uno mismo ha cocido.
El espartero. El que trenzaba pleitas, esteras, capachos. Con paciencia. Con dedos curtidos. Su saber estaba en las manos y en la mirada: sabían cuándo un esparto estaba a punto y cuándo había que dejarlo reposar.
El pastor trashumante. El que recorría kilómetros de monte y cañada en silencio. El que leía el cielo como un almanaque de viento y escarcha. El que tejía con su rebaño una economía humilde, pero viva.
Como estos, decenas de oficios se han ido sin estruendo. Pregoneros. Herradores. Tejedores. Cada uno con su lenguaje, su forma de caminar, su manera de nombrar la vida. Parte de ese léxico -palabras exactas para nombrar herramientas, gestos, tareas- sobrevive en recopilaciones como el Diccionario del habla del Rincón de Ademuz (UNED, 2016) o en trabajos del Museu Valencià d'Etnologia sobre oficios tradicionales. Pero ya casi nadie lo dice en voz alta. Son palabras que esperan cuerpo. Que suenan como fósiles sonoros: intactos, sí, pero mudos.
Lo más duro es que ni siquiera desaparecieron con solemnidad. Simplemente dejaron de tener sentido en un mundo que ya no los necesitaba. No hubo despedidas. Solo silencio. Como si todo ese saber no mereciera ni la cortesía del recuerdo. Como si el que sabía encintar un cántaro roto no tuviera nada que decir frente a quienes vinieron a explicarle qué era el mundo rural.
Y, sin embargo, allí donde alguien recuerda cómo se cargaba un macho sin herirle el lomo, cómo se trenzaba una pleita -esa ancha trenza de esparto que servía para hacer esteras, capachos o cubrir garrafas- sin que crujiera la fibra, cómo se curaban las grietas con sebo de cerdo y ceniza de sarmiento, queda algo que no ha sido vencido. Una forma de dignidad intacta. Una forma de estar sin ruido. Una forma de saber que no busca escaparate, pero que sostuvo durante siglos la vida cotidiana.
Quien sabía cargar un macho sabía también medir el peso del día, el ritmo del camino, la hora exacta en que convenía detenerse. Sabía que el equilibrio no es teoría: es carne, es carga, es cuidado. No había romanticismo en ello. Había precisión. Había respeto. Había oficio.
No se trata de convertir estos oficios en parque temático ni en postal. Se trata de admitir -sin condescendencia ni folclore- que hubo una sabiduría que no cabía en los libros. Una que se aprendía mirando, tocando, haciendo. Y que hoy, mientras se sacraliza lo digital y se desprecian las manos, esa sabiduría apenas cuenta.
Quizá el mundo avance. Pero a veces uno duda.
Porque hay más verdad en el silencio del que sabía encintar un cántaro roto que en muchas teorías sobre el mundo rural.
Porque no todo lo que se pierde debía perderse.
Porque no todo lo nuevo mejora lo que se fue.
Y porque, aunque lleguemos tarde, aún estamos a tiempo de escuchar lo que esa gente sabía.