Corre el año 1979. En la playa de l'Almardà, los vecinos asisten a una de las regatas organizadas por el Club Náutico Saguntino, en un momento en el que el windsurf está en auge. Las embarcaciones descansan en la arena mientras los jóvenes participantes posan para una fotografía grupal.
Los años transcurren tranquilos. El paisaje de la costa del norte de Sagunt no ha cambiado. Las familias disfrutan de la temporada estival: hijos, padres y abuelos pasean, juegan, toman el sol y el baño. Los más pequeños construyen castillos de arena y los mayores recorren la orilla imprimiendo huellas a su paso.
En 2019, donde antaño había barcos de vela ahora se hallan camiones y máquinas que trabajan retirando toneladas de grava. Los castillos de arena se han convertido en pequeñas fortificaciones de piedra y los pies se hunden en un camino de cantos rodados. Las personas mayores vacilan antes de meterse en el agua porque el desnivel que se ha formado a causa de la recesión del litoral y la acumulación de guijarros supone un peligro a la hora de regresar a la orilla.
Los mismos vecinos que se fotografiaban sentados en la arena, ajenos a los problemas que décadas después aterrizarían en la zona, en la actualidad protagonizan acciones de protesta para tratar de recuperar el anterior estado de sus playas o, al menos, para intentar paliar los duros efectos de la erosión en la medida de lo posible.
Las diferencias que se aprecian en las fotografías del antes y el después son notables y no dejan lugar a dudas de la rápida transformación del paisaje a causa de la acción humana, que ha interrumpido el flujo natural de sedimentos a lo largo de la costa mediterránea. Estas imágenes son una prueba palpable de que la construcción de un puerto o un espigón pueden acarrear consecuencias irreversibles para un pueblo, para su gente, para su naturaleza, para quienes lo visitan.
Suele decirse que cualquier tiempo pasado fue mejor. Para la playa de l'Almardà, al menos, sí lo fue.