Verónica Alarcón-García /EPDA
Tengo la aciaga sensación de que poco hemos cambiado desde que el poeta latino Juvenal espetó aquello de «panem et circenses» allá por el 100 A. D. cuando pretendía, en su Sátira X, dar una llamada de atención al pueblo romano, quien había olvidado su derecho de nacimiento a involucrarse en la política. No se alarmen, no reivindico que nos convirtamos todos en petulantes personajes públicos dando la lata apoltronados en un escaño.
Abramos inciso. El vocablo 'apoltronarse' está compuesto del prefijo «a» por el latín «ad» cercanía, del sustantivo «poltrón» y del sufijo «ar» con el pronombre flexivo átono. El término «poltrón, na» viene definido en nuestra querida Real Academia Española como flojo, perezoso, haragán, enemigo del trabajo.
Retomemos la conversación. Cientos de años antes de la mordaz locución latina, Aristóteles introdujo el término Πολιτικά, 'politiká', «asuntos de las ciudades». El tergiversado término viene exactamente de la expresión πολιτική τέχνη ('politiké techne', el arte propio de los ciudadanos, arte social, arte de vivir en sociedad, arte de las cosas del Estado). Por eso, cuando el filósofo griego en el Libro I de su Política, definió al ser humano como animal político o «Zoon politikón» (del griego antiguo ζῷον, 'zỗion', «animal» y πολῑτῐκόν, 'politikón', «político (de la 'polis')», «cívico»), creía que el individuo solo se puede realizar plenamente en sociedad y que posee la necesidad de vivir con otras personas.
Y no en vano nos desquitamos con la otra sociedad que hemos creado desde lo tenebroso y lóbrego. La digital, la de las redes que atrapan, donde todo es perverso y animal, en el sentido más visceral de la palabra. Y así, mientras en la 'polis' real cuatro élites poltronas deciden nuestro devenir, la masa se entretiene y ensaña con las desgracias ajenas entre cantantes y futbolistas, aquellas con las que parecen identificarse de manera más cercana porque no hace falta abrir un libro para entenderlas: el desamor, la venganza, la ira, el asco, el miedo, la tristeza.
Recuerden, por favor, aquellos propósitos en los que pensaron aquel lejano uno de enero de dos mil veintitrés y no se apoltronen.
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