Uno de los leones del Congreso. EPDA Es
curioso constatar que tras las elecciones se producen dos efectos
inmediatos. El primero es que nadie ha perdido y todos han ganado. En
éstas últimas, con la honrosa excepción de Ciudadanos, la
comparecencia pública de los líderes políticos ha pasado por
anunciar que han aumentado el número de votos, o el porcentaje,
aunque hayan perdido escaños. Otros, que han ganado las elecciones,
pese a su estrepitoso fracaso, por pérdida da de votos y de escaños;
y, en fin, hay quienes celebran su triunfo pese a haber obtenido un
exiguo número de escaños.
El
segundo es que empiezan a aflorar propuestas de reforma del sistema
electoral, al apercibirse de que el actual no ha producido las
expectativas esperadas. Unos dicen que el sistema mayoritario daría
paso a la formación de mayorías estables que propiciarían la
necesaria y rápida gobernabilidad. Otros siguen apostando por el
sistema proporcional, pero suprimiendo la regla d´Hont -que favorece
a los grandes y perjudica a los pequeños partidos-, propugnando la
circunscripción electoral única -en la que los pequeños de ámbito
nacional tienen más posibilidades de “pescar” escaños-, o
suprimiendo la asignación de dos escaños como mínimo a cada una de
las circunscripciones provinciales que provoca una
sobrerrepresentación de las menos pobladas sobre las que concentran
mayor población. Y, por supuesto, no faltan voces que pugnan por
listas abiertas y desbloqueadas que propician mayor libertad en la
elección de los representantes.
No
es fácil reformar el sistema electoral. El actual arranca de la Ley
para la Reforma Política e enero de 1977 y del subsiguiente Real
Decreto-Ley del mismo año. Luego la Constitución estableció, en el
mismo sentido, las líneas maestras del sistema: un Congreso
integrado por entre 300 y 400 diputados (es la Ley Electoral de 1985
la que concreta su número en 350); la provincia como circunscripción
electoral, con una asignación mínima inicial a cada una de ellas
(la Ley Electoral es la que la fija en dos escaños tal asignación
inicial, repartiéndose el resto de escaños entre ellas en
proporción a su población); la elección con arreglo a criterios de
representación proporcional (que los concreta la Ley Electoral).
De
todo lo cual se deduce que nuestro sistema electoral está
fuertemente predeterminado por la Constitución y que su reforma
requeriría la previa de ésta.
Cada
sistema tiene sus ventajas y sus inconvenientes. La representación
política significa que los ciudadanos, mediante elecciones y por un
tiempo limitado, otorgamos a determinadas personas, de forma directa
o indirecta, el poder político. El sistema electoral español ha
servido durante las quince elecciones generales que se han celebrado
desde las primeras democráticas de junio de 1977 hasta las recientes
de noviembre de 2019.
Bien
es verdad que hasta las de 2015, el voto se concentraba en los dos
grandes partidos, de centro-derecha y de centro-izquierda,
propiciando la alternancia de ambos en el poder. Entre los dos
partidos han concentrado hasta el 92,8% de los escaños (en los
comicios de 2008) y como mínimo, un 80,5% (en los de 1989). A partir
de 2015 con la irrupción de nuevas fuerzas políticas como
Ciudadanos y Podemos, y en 2019 con la de Vox, el panorama es bien
distinto hasta el punto de dificultar la formación de gobierno. No
pensábamos que algún día se aplicaría la previsión del último
inciso del art. 99 de la Constitución: que transcurridos dos meses
desde la primera votación de una investidura sin haber logrado
elegir presidente, las cámaras quedarían disueltas y se convocarían
nuevas elecciones. Ya ha ocurrido en dos ocasiones (2016 y 2019) y
puede volver a ocurrir ahora.
La
solución no es fácil si no pasa por la previa reforma
constitucional, lo que se podría hacer por el procedimiento no
agravado (3/5 del Congreso y del Senado). Una circunscripción
electoral única favorecería a los pequeños partidos de ámbito
nacional pero no evitaría -como algunos creen- la presencia de los
nacionalistas vascos y catalanes. Los dos grandes, por otra parte, no
la aceptarían. Tampoco alteraría el panorama la disminución del
mínimo de dos a uno los representantes a elegir en cada
circunscripción: provincias poco pobladas, como Soria o Teruel
elegirían solo un diputado, con lo que la proporcionalidad brillaría
por su ausencia. Y desde luego poco o nada alteraría el resultado el
desbloqueo y la apertura de las listas electorales.
Quizás
la solución más factible sería, tras una leve reforma de la
Constitución, que la Ley Electoral estableciera en 400 el número de
escaños a cubrir –¡¡¡más diputados, más gasto!!!- eligiéndose
350 como hasta ahora, y los restantes 50 en circunscripción
electoral única con establecimiento de una barrera electoral -3% o
5%- a alcanzar para entrar en el reparto de esos escaños. Sin duda
alguna favorecería a los grandes partidos de ámbito nacional pero
también la formación de mayoría favorecedoras de gobierno.
Vicente
Garrido Mayol es Catedrático de Derecho Constitucional de la
Universitat de València
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