Vicente Boluda. EPDA
Las críticas cada vez
mayores a la gestión de la crisis ha llevado a diversos colectivos y
particulares a plantear acciones penales contra diversos responsables políticos
por entender que existe una relación entre su mala praxis y la expansión del
virus.
Todos hemos sufrido, en mayor o menor
medida, los estragos que está provocando la COVID-19, la enfermedad que provoca
el coronavirus de Wuhan (o científicamente, el SARS-CoV-2). La propia
Organización Mundial de la Salud (OMS) la declaró pandemia el pasado 11 de
marzo, siendo muy pocos países los que, a día de hoy, han podido librarse de
sus terribles consecuencias: por un lado, las decenas de miles de muertos y
centenares de miles que padecen o han padecido la enfermedad (muchos de los
cuales tendrán secuelas, algunos de ellos de por vida); por otro, la gravísima
crisis socio-económica que la enfermedad y las necesarias medidas adoptadas
para su contención está sufriendo la sociedad.
Por ello, los ciudadanos de la gran
mayoría de los países, que han asumido con absoluta ejemplaridad las medidas de
confinamiento y distanciamiento social impuestas por sus gobiernos, y que son
los destinatarios reales de las fatales consecuencias de la pandemia, están
fiscalizando con lupa la actuación llevada a cabo por sus legítimos (y no tan
legítimos) representantes públicos. Y están, como no podría ser de otra forma,
en todo su derecho. En nuestro país, varios de esos ciudadanos han entendido
que dichas actuaciones (o inacciones) de sus gobernantes no sólo han sido
negligentes, sino que pueden ser constitutivas, incluso, de uno o varios
delitos castigados en el Código Penal. Desde la denuncia interpuesta por
prevaricación contra el presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, y los
delegados del gobierno de las distintas comunidades autónomas, pasando por las
interpuestas en Valencia, contra el presidente de la Generalidad Valenciana o el
alcalde de Valencia, por la comisión de numerosos homicidios por imprudencia,
así como las que seguro están por llegar.
Así, y en relación a los hechos relatados
en las denuncias, grosso
modo, vienen a coincidir: en todas ellas se expone que las autoridades
denunciadas, teniendo conocimiento de la gravedad de la situación (era de
dominio público lo que estaba ocurriendo en otros países, como China e Italia) y de las alertas y recomendaciones
que diversos organismos supranacionales ya estaban realizando (como la OMS o el
Centro Europeo para el Control y
Prevención de Enfermedades), no sólo no impidieron las grandes concentraciones
de gente (eventos deportivos, mascletás, etc.) ni tomaron medida alguna cuando
tuvieron ocasión (cierre de colegios, prohibición de viajar), sino que incluso
alentaron a los ciudadanos a acudir a las multitudinarias manifestaciones que
tuvieron lugar el 8 de marzo, pese a existir ya numerosos casos confirmados en
España. Entienden, en definitiva, que las distintas autoridades denunciadas
contribuyeron a la propagación del coronavirus y, en consecuencia, a los
fatídicos resultados que estamos sufriendo.
En cuanto a la consideración como
delictiva que estos hechos podrían tener, habrá que partir de los propios
requisitos establecidos en cada uno de los tipos penales. Así, y respecto a la
prevaricación, nuestro Código Penal castiga a las autoridades o funcionarios
que dictaren una resolución administrativa a sabiendas de su injusticia. En el
caso que nos ocupa, resulta evidente que las personas denunciadas tenían (y
tienen) la consideración de autoridad, sin embargo, mayores problemas plantea
la necesaria existencia de una resolución arbitraria, pues ninguna fue dictada
por las autoridades. Y si bien es cierto que el Tribunal Supremo ha venido
admitiendo la comisión por omisión del delito de prevaricación (lo que en el
presente caso podría entenderse como no haber dictado las medidas de protección
cuando tocaba) resulta muy forzada su aplicación, pues no hemos de olvidar que estamos hablando de lapso temporal muy
breve y que finalmente las medidas sí se acordaron. Tampoco concurriría, en
hipótesis, el elemento subjetivo del delito, pues resulta a mi juicio
impensable que las autoridades denunciadas hubieran tenido conocimiento o
cuanto menos se hubieran planteado la posibilidad de las fatales consecuencias
de su inacción, y aún así se hubieran decidido no actuar.
Más
plausible, aunque también de difícil acreditación, sería la concurrencia de los
delitos de homicidio imprudente en los hechos denunciados, sin perjuicio de la
falta del requisito procedimental del que dichas denuncias parten (y que podría
suponer su inadmisión sin más trámite), cual es que las mismas hayan sido
interpuestas por la “persona agraviada o su representante legal”, lo que no
ocurre en el presente caso ya que han sido presentadas por abogados en su
propio nombre y derecho (sin que conste que hayan acreditado dicha condición).
Salvado lo anterior, y en previsión de que lleguen a los tribunales denunciadas
de familiares de fallecidos por COVID-19, lo cierto es que habrá que acreditar
no sólo que la negligencia cometida por las autoridades (no tomar las medidas
cuando debieron) constituye una imprudencia grave a la vista de los datos y las
informaciones que tenían, sino que además habrá que probar que el concreto
contagio de la persona fallecida se debió, precisamente, a la falta de medidas
de contención, sin que valga una alusión genérica o una alta probabilidad de
que fuera así, lo que a mi juicio va a ser tremendamente difícil de demostrar.
Por tanto, sólo en aquéllos casos en los que
se consiga acreditar el nexo causal entre la mala praxis de la autoridad
denunciada y el concreto resultado lesivo, ya sea fallecimiento o lesiones,
podrían tener viabilidad.
En
definitiva, auguro un corto y/o infructuoso recorrido a la mayoría de las
denuncias presentadas o que están por venir. Ello no obsta, sin embargo, a que
comparta la opinión de la mayoría de los ciudadanos de este país: tanto el
gobierno como muchos otros cargos públicos han actuado tarde y mal en la
gestión del coronavirus y, en consecuencia, debe haber asunción de
responsabilidades políticas. Las palabras del Ministro del Interior, Fernando
Grande-Marlaska, afirmando que “no tienen nada de lo que arrepentirse”, o de la
inefable Ministra de Igualdad, Irene Montero, sugiriendo que quienes les
critican por autorizar las manifestaciones del 8M son antifeministas y de
extrema derecha, no sólo producen indignación, sino que constituyen prueba
suficiente (aquí sí) de la catadura moral algunos de los políticos que nos
gobiernan.
Vicente
Boluda Crespo
Socio Director de BEZETA abogados
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