Imagen de archivo de un incendio forestal. /EPDA
El verano de 2025 pasará a la historia como un “agosto negro” en España. Los incendios forestales han arrasado cientos de miles de hectáreas, desplazado a miles de personas y dejado un rastro de destrucción ambiental y económica difícil de olvidar. Mientras las llamas consumen nuestros bosques, se cobra la vida de personas, matan a miles de animales y arrasa viviendas, los políticos se entretienen en disputas estériles, discutiendo responsabilidades y culpabilidades, en lugar de cumplir con la obligación más básica: proteger a los ciudadanos y al territorio.
Es difícil no sentir indignación al ver cómo la narrativa ambiental se ha convertido en un escaparate. Se habla de cambio climático, de energías renovables, de transición hacia el coche eléctrico y de sostenibilidad, pero se olvida la esencia: la prevención. Los expertos llevan años alertando que los incendios no son fenómenos imprevisibles; que una política activa de prevención, mantenimiento de montes y gestión de riesgos podría haber reducido drásticamente la magnitud de estos desastres. Me recuerda a la DANA que arrasó parte de la provincia de Valencia el 29 de octubre de 2024 (había proyectos técnicos en barrancos como el de Chiva, el del Poyo y la Saleta y no se ejecutaron nunca). Cortafuegos abandonados, maleza acumulada, infraestructuras forestales sin recursos y planes de emergencia descoordinados son la prueba tangible de la dejación de funciones.
La clase política, por desgracia, vuelve a exhibir lo peor de sí misma. Mientras los ciudadanos sufren, se dedican a tirarse los trastos a la cabeza, a lanzar mensajes vacíos y a escenificar fotos para los medios. A usar X y otras redes sociales para echar la culpa al de enfrente. La gestión real, la planificación, la inversión continua y la supervisión de programas de prevención brillan por su ausencia. Es ofensivo observar cómo se predica sobre la urgencia de frenar el cambio climático mientras se permite que los montes se conviertan en trampas mortales de vegetación seca. Malnacidos quienes, desde despachos confortables, han priorizado la política espectáculo sobre la seguridad y la vida de los demás.
No es solo un problema de hoy: esta crisis es el resultado acumulado de años de inacción. España tiene un territorio especialmente vulnerable, y los incendios no entienden de ideologías; su propagación depende de la gestión que hacemos del espacio rural. Ignorar esta realidad es irresponsable. Mientras se habla de coches eléctricos y paneles solares, nuestros bosques continúan siendo prisiones de combustible esperando a la próxima chispa.
El daño ambiental es solo una parte de la tragedia. Lo social y lo económico son devastadores: familias desplazadas, agricultores arruinados, turismo rural colapsado, ecosistemas enteros destruidos. Y aún así, la respuesta política sigue siendo insuficiente, fragmentada y, en demasiados casos, oportunista. Los incendios no esperan debates parlamentarios ni gestos simbólicos; necesitan acción concreta y sostenida durante todo el año.
España necesita una política seria de prevención, con recursos, coordinación y responsabilidad. Necesita que quienes ocupan cargos públicos comprendan que su función principal es proteger, no polemizar. Mientras eso no ocurra, seguiremos lamentando “agostos negros”, pagando con vidas, patrimonio y ecosistemas lo que podría haberse evitado con sentido común y compromiso.
Este verano, los incendios nos recuerdan que no basta con hablar de sostenibilidad desde un despacho: hay que actuar, y hay que hacerlo antes de que las llamas lo decidan por nosotros.
Disculpadme, pero dais mucho asco.
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