Susana Gisbert. /EPDA El agua es un bien preciado sin el cual no existiríamos. Tenerla puede ser motivo de celebración, pero también causa conflictos y hasta guerras. Pero, sin necesidad de ir tan lejos, el agua puede ser un arma arrojadiza. Con razón y algunas veces, como el caso al que me referiré, sin ella.
Cuando yo era niña, alguna vez he recibido una “pozalada” desde cualquier pis donde les molestara que estuviéramos haciendo ruido fuera de horas. Y no te quedaba otra que callarte y reírte, aunque alguna vez lo que conseguían es que nos alborotáramos más.
Desde entonces, nadie me había arrojado un cubo de agua. Obviamente, porque ya hace tiempo que no escandalizo debajo de los balcones de nadie, que una tiene una edad y se supone que cierta sensatez. Por eso me quedé de pasta de boniato con lo que viví hace apenas unos días.
Eran, aproximadamente, las doce del mediodía del sábado, y, junto con un grupo de amigos -no más de veinte- estábamos tomando un café en la terraza de un bar. Al grupo nos une la afición a la literatura y ese día estábamos en la pausa para deliberar de un concurso de relato rápido al que nos habíamos presentado. De estas pistas, ya puede suponer quien lea que no había gritos ni alharacas que pudieran molestar a nadie, y menos a esas horas. Y no, no solemos pelear a gritos sobre si nos gusta más Cervantes o Shakespeare, por frikis de los libros que seamos.
Así que estábamos en esas cuando, de pronto, nos cayó el contenido de un cubo de agua desde arriba, desde bastante arriba a juzgar por la fuerza con que cayó. Por suerte, solo salpicó a algunos de nosotros, pero podría haber hecho daño a alguien. Una agresión no solo absurda sino cobarde, porque el autor o autora se escondió y cerró su ventana tan rápido que no pudimos saber de dónde venía el húmedo ataque. Ni la razón, porque no abrió su intolerable boca.
La violencia, aunque sea acuática, nunca soluciona nada, pero es que en este caso no había nada que solucionar, ni mucho menos que recriminar. Tomar un café en una terraza instalada con todos los parabienes legales mientras se habla de relatos no puede convertirse en una actividad de riesgo. Ni real ni metafórico.
Así que escribo estas líneas con la esperanza de que, si la persona intolerante o alguien que la conozca las lee, reflexione un poco. Porque si por un café y una charla moderada reacciona de este modo, no quiero saber qué haría si la molestia fuera real.
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