El incendio generó múltiples muestras de solidaridad y de duelo. /EPDAEl incendio de Campanar. No hace falta precisar más detalles. La imagen espeluznante abraza la mente y sobrecoge el corazón. Ha pasado un año de una tragedia que conmocionó a toda España por su fuerza visual y que sobresaltó a la ciudadanía de Valencia por su cercanía.
La fecha del 22 de febrero se recuerda por ese devastador suceso en el que perecieron diez personas y que dejó entre sus secuelas 138 familias sin casa, una quincena de residentes con heridas físicas, un enorme bloque de viviendas desvencijado y un barrio histórico de Valencia –que precisamente celebra sus fiestas tradicionales en esta época- emparentado con el drama por su nombre. Porque en todo el país se conoce Campanar tanto como ya Paiporta o Catarroja. O Bonaire. Y no precisamente –por desgracia- debido a sus encantos.
Ha trascurrido ya un año. Hoy se conmemora una efeméride de infausto recuerdo. No obstante, lo que parecía destinado a ser un hito en las páginas negras de la ciudad se convirtió en la antesala de una tragedia incluso superior en desolación, en el disparo de advertencia de la salva fatídica que llegaría meses después con la dana o riada del 29 de octubre.
Esta fecha, la del 22 de febrero del 2024, forma parte de ese escaso decálogo de días señalados por dramas o acontecimientos históricos colectivos que añadimos como muescas a nuestro calendario vital. “¿Qué hiciste el día del incendio de Campanar?”, resulta una pregunta recurrente. Como quien te interroga, en el sentido contrario, con quién viste la final del mundial de fútbol de 2010 que jugó España.
Porque la tendencia a la reducción genera que se vincule el fuego devastador con un barrio en concreto, como también se apunta la riada a la cuenta de desgracias de una autonomía completa, la Comunidad Valenciana. Desde fuera, desde esos lugares que suelen confundir –por el práctico reduccionismo mental y verbal- la parte provincial (Valencia) con el todo regional (Comunidad Valenciana), siempre será la dana de Valencia. No la de L’Horta Sud.
Y volviendo a las pavorosas llamas, ¿quién no se acercó, en los días y en las semanas siguientes, a comprobar, atenazado por el silencio, su dramática consecuencia en el bloque de viviendas, a observar el edificio con una impronta fantasmagórica por el terror que podía llegar a infundir su visión en horario nocturno?
Ese incendio que ha pasado a la historia con el nombre de una preciosa barriada de Valencia también ha quedado apilado ya en la memoria colectiva. Lo ha hecho hasta tal nivel que sustos como el del reciente incendio del bingo situado en las inmediaciones de la plaza de España hicieron temer, con su solo inicio, que emergiera una segunda parte de Campanar.
Ha transcurrido ya un año. Desde entonces la ciudad ha pasado por las posteriores Fallas, en las que, aunque sirva de excepción, el fuego representa la fiesta y el ardor josefino, y por un infierno que, paradójicamente, llegó en forma de inundaciones y no de llamaradas.
Entre el colapso emocional y el dolor profundo, una gran parte de la ciudadanía ha tenido el arrojo, tanto ante el incendio como tras la riada múltiple, de salir a consagrar su tiempo a la solidaridad, al apoyo a sus convecinos, a recuperar y reflotar ánimos y bienes. Porque, aunque se suele decir que las desgracias nunca vienen solas -2024 lo ha demostrado- también existe otro aforismo popular más optimista que apela a que detrás de la oscuridad viene la luz. Y después del sombrío invierno llegan Fallas y primavera.
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