Susana Gisbert. /EPDA
Ahora sí que sí. Salvo excepciones, ya hemos disparado los últimos cartuchos de las vacaciones. El último baño en el mar, las cenas de despedida, las maletas y la inefable vuelta al cole.
Cuando mis hijas eran pequeñas, dos cosas marcaban el regreso: preparar los uniformes y forrar los libros. En cuanto a la primera, siempre me ha sido ajena, porque, de una parte, mis hijas nunca llevaron uniforme y, de otra, nunca he comprendido que se pueda tardar más de media en lavar y planchar un pedazo de tela. Pero lo de los libros sí lo he sufrido en mis carnes, y aún se me ponen los pelos como escarpias al recordarlo. No sé quien fue el maldito que cambió la buena costumbre de forrar los libros con cualquier papel apto para envolver, en la de hacerlo con unas láminas de papel adhesivo que prometía ser lo más fácil y se convertía en la peor pesadilla, Confieso que jamás conseguí forrar un solo libro sin burbujas de aire, y mira que ponía empeño, que por algo a cabezota nadie me gana.
Hoy, sin libros ni uniformes, la sensación agridulce de vuelta a la rutina se mantiene intacta. De una parte, el mundo se nos viene encima por la vuelta a la rutina. De otro, el mundo se nos vendría encima si no la retomáramos de una puñetera vez. La primera parte es la que se grita a los cuatro vientos. La segunda es, por supuesto, inconfesable. Porque hay que reconocer que, si no hubiera rutina durante todo el año, las vacaciones no tendrían ni pizca de gracia. Paradojas de la vida.
Pero todavía queda otro de los clásicos de la reentré. Y no poco importante, precisamente. Hay que contar las vacaciones. Es más, hay que contar que nuestras vacaciones han sido lo más, aunque estuviéramos deseando volver porque no aguantamos un minuto más de convivencia con nuestras criaturas, de amaneceres bucólicos o de sudar la gota gorda en la playa. Hay que competir por el viaje más exótico, aunque los mosquitos nos hayan devorado y añoremos nuestra cama y nuestro baño y por haberlo pasado mejor que nadie, aunque no hayamos salido de las cuatro paredes del hotel. No vaya a ser que no demos la talla vacacional.
Las vacaciones son lo que son y, aunque todo el mundo lo sabe, nos empeñamos en fingir que son perfectas. Y, aunque no lo confesemos, duran lo que tienen que durar so pena de convertirse en otra rutina para la que necesitamos vacaciones en un bucle eterno.
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