Nacho LatorreYa ocurría antiguamente que en las epidemias y pandemias la muerte no era democrática, sino más bien selectiva. La clase pudiente tenía más posibilidades de salvarse de las temibles pestes, tabardillos y cóleras por el método más efectivo: la huida. El médico Martínez de Leyva como mejor antídoto ante la peste recetaba “tomar las de Villadiego y acogerse con tres píldoras, compuestas de tres llamados cito, longe y tarde, que en resolución quieren dezir presto, vete a lejos tierras y vuelve tarde a la que apestada dexaste”. El galeno Laguna recetaba una “confesión general” ante la venida de la peste. Esas eran las esperanzas.
Cálculos posteriores nos aclararán si este infame COVID-19 ha sido democrático o selectivo, pero lo que está claro es que entre los perjudicados indirectos ha hecho más pupa entre la población con escasos recursos económicos. La educación en línea (¿por qué on line?) o por internet se ha topado con la realidad de que en muchas casas no existía una buena conexión telemática o algún ordenador o tableta hábil para recibir las clases virtualmente. Son los “pobres digitales” o “excluidos digitales”, como ustedes gusten. El móvil, que ya se puede decir que es universal, no sirve para todo. Estos días de confinamiento ha habido alumnos que no podían acceder a esa educación “universal” o partían de unas condiciones muy desiguales con el resto de compañeros.
Y ese es otro coronavirus: la brecha digital. Ahora mismo circula un enorme volumen de información electrónica o digital que no está al alcance de todo el mundo. Se produce la grave discriminación entre ciudadanos con acceso a la información electrónica y aquellos que como mucho pueden otearla vía móvil. Un ciudadano mejor informado puede resolver mucho mejor su situación educativa, laboral, económica, social y hasta sanitaria. En la Biblioteca se puede observar cómo hay ciudadanos en paro o mala situación económica que no poseen internet y deben hacer determinadas diligencias telemáticas inexcusables por medio de telecentros públicos o, aún peor, en los locutorios de pago (“a perro flaco todo son pulgas”). Con estos telecentros públicos cerrados por el estado de alarma ¿cómo se han arreglado para pedir la cita del médico y otras citas previas? ¿para hacer las diligencias oportunas -vida laboral, por ejemplo-? ¿no tienen derecho a sus videoconferencias con los seres queridos o con el colegio? ¿Cómo el alumno recibe y envía las tareas educativas?
Pero esta brecha no es sólo cuestión económica, porque también está la brecha digital rural. Los que hemos estado confinados y teletrabajando en pequeños pueblos de la España interior hemos sufrido estas bandas de ínfima anchura que religiosamente pagamos al mismo precio que las zonas urbanas. Para teletrabajar malamente había que apagar todo aquello que pudiera reducir el ancho de banda: móviles, tele, tableta, Alexa… casi hasta el reloj de pulsera, la cafetera y el microondas. Había que alternarse en el uso de las redes telemáticas con la hija que estudiaba a distancia. Conectarse a distancia con el ordenador del puesto de trabajo era un suplicio digno de la paciencia del Santo Job, al que casi le dediqué un altar personal. Una de las medidas contra la despoblación expuestas en el “Manifiesto de Jaraguas”, elaborado por el Centro de Estudios Requenenses en el pasado mes de noviembre, era acabar con la brecha digital rural por medio de una señal de internet potente que garantizara el trabajo a distancia como una medida de atracción para nuevos trabajadores o emprendedores que quisieran y pudieran teletrabajar cómodamente desde su opción rural. La bicha nos ha demostrado que el interior sigue estando aparte. En muchas casas de pueblos pequeños del interior hemos padecido estas carencias y hasta hemos tenido que prestar nuestra menguada banda a algún otro vecino confinado. Así que también somos “pobres digitales”, aunque con mejores vistas al exterior (en mi caso la Sierra del Rubial). Siempre quedará leer en analógico (que en cursi es leer en papel) la buena literatura (y la mala también). En este caso, el empiece del reeditado El lugar de Annie Ernaux promete mucho. Ya les cuento.
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