Juan Vicente Yago No disimules. No actúes como si no hubiera pasado nada,
como si nada hubiese cambiado. No te niegues a ti mismo la realidad. Se han enterado
todos, y tú sigues dando la barrila con los decretos, las normativas, los
reglamentos internos y las milongas.
Puedes divertirte cuanto quieras —u
ocultarte, que las palabras tienen muchos usos—, pero tarde o temprano habrás
de aceptar tu nuevo estado, esa mudanza que la rebelión de las masas y la
estupidez legal han operado en tu oficio. Porque sigues dedicándote a enseñar,
pero ya no eres profesor; sigues calificando, pero ya no tienes la última palabra;
sigues intentando poner orden, pero sin autoridad ninguna.
Entras, pero como si
no entraras; hablas, pero como si callaras; regañas, y como si nada; contorsionas
el rostro, levantas la voz, gesticulas, amenazas, pero cosechas risitas,
insolencias y sarcasmos. Tu indumentaria, siendo la misma, se ha convertido en
otra; tu presencia real ha sido sustituida, misteriosamente, por una especie de
holograma que todo el mundo puede ver menos tú; has empezado a notar un extraño
tocado, un gorro infamante que se balancea sobre tu cabeza, un pulpo invertido
con las patas rematadas en cascabeles, un sombrerote multicolor que te cubre de
oprobio y que no te puedes quitar porque sólo es un ectoplasma, una
visualización fantasmal de las humillaciones que te han echado encima por
imperativo legal. Mira y horrorízate; contempla, tembloroso, impotente, mudo,
el espejo que son tus alumnos: ya eres un bufón hecho y derecho, un bufón de
los pies a la cabeza, un bufón en toda regla, un enano, una menina, un
fenómeno, un ente deforme para la irrisión del respetable.
Ya eres otro del que
fuiste; ya te han alterado la esencia; ya no sirves para lo que acostumbrabas.
Alguien ha vertido en tu voluntarismo, en tu preparación, en tu dignidad y en
tu seriedad un filtro desconocido, una pócima de propiedades reductoras que te
ha dejado tamañito.
Así que tu cometido, a partir de ahora, es humorístico.
Estás ahí para ser blanco de mofas, para sacar la testuz por el agujero de un
cortinón y recibir los tomatazos y los insultos de la clientela. Bufón eres, no
lo niegues. Acéptalo y mitigarás tu amargura.
Un bufón como la copa de un pino;
un bufón de marca mayor; bufón de solera y tronío, gloria y prez de la
bufonería renacentista. La profesión bufonesca vuelve a cotizarse desde que
muchas familias han perdido el interés por la instrucción de sus hijos y han
empezado a usar el colegio como albergue juvenil.
Saca, pues, del marsupio tus
mejores habilidades; rómpete los cuernos averiguando cómo compensarás la
galbana de tus pupilos; haz gala de tu mayor elocuencia y luego, exhibiendo tu
mejor semblante, recoge las cuchufletas, las befas y los excesos de confianza
con que serás obsequiado. Goza de tu nuevo empleo; invéntale, si eres capaz, un
lado bueno; consuélate como puedas y marcha camino adelante, que más cornadas
da el hambre.
Formas parte del colectivo albardán, tan cortesano, tan español.
Eres una María Bárbola, un Sebastián de Morra, un Francisco Lezcano —el niño de
Vallecas—; o has venido a serlo, sin saber a ciencia cierta cómo.
Pero no te
ilusiones, que a ti no te otorgan la misma consideración que Velázquez otorgó a
sus enanos: tú eres una diana para dardos, un centro de todas las burlas, un
hazmerreír con visos de chivo expiatorio, un fantoche, un bufonazo sin otra
opción que la fuga. Escapa del miasma opresivo, asfixiante que te rodea.
Recupera
tu identidad. Vuelve a ser tú. Desencájate de la cabeza ese insufrible,
impropio, denigrante multicornio de cascabeles.
*Puedes contactar con Juan Vicente Yago y opinar sobre su artículo escribiendo a juviyama@hotmail.com
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