Susana Gisbert. /EPDA El otro día, en un taller de costura al que me he apuntado, caí en la cuenta de algo que ya estaba notando hace tiempo. Necesitábamos un adminículo para nuestras labores y buscamos una mercería cerca. Fue misión imposible. En toda la zona de Ruzafa que exploramos personal y digitalmente no encontramos ni una abierta. Nada.
Me acordé entonces de mi infancia, donde en ese barrio, en el que me he criado, había mercerías, paqueterías, tiendas de ultramarinos y muchos más pequeños comercios que hoy ha desaparecido. Ya no hay forma de comprar un juguete, una bombilla, unas medias o una aguja de coser sin acudir a centros comerciales, supermercados o, con suerte, alguna franquicia si se trata de una actividad de moda. El comercio de barrio pasó a la historia y el poco que sobrevive lo hace con muchas dificultades. Incluso los quioscos de prensa empiezan a escasear. A cambio, Ruzafa está llena de tiendas de ropa “vintage” que imagino que serán flor de un día como en otro momento fueron los videoclubs o las tiendas de cigarrillos electrónicos.
Habrá quien piense que lo mío es nostalgia. Y algo de eso hay, desde luego. Una ya tiene unos años y se acuerda, con esa dulzura que confiere a las cosas la pátina del tiempo, los escenarios que formaron parte de su vida. Recuerdo ir todas las semanas a la papelería donde nos guardaban las revistas que encargaba mi madre y los fascículos coleccionables de cualquier publicación que luego se convertían en una enciclopedia que nadie abría, pero lucían orgullosas en las estanterías con sus tapas de polipiel con letras doradas. Recuerdo ir con mi madre a comprar botones, y elegir cuidadosamente en unos cartones que tenían de todos lo colores y formas imaginables. Y recuerdo, también, suplir cualquier falta a apenas una manzana de mi casa, fuera una botella de leche, unos calcetines o una bobina de hilo.
Ahora, casi en el mismo sitio, no había manera de encontrar una sencilla mercería, de esas que antes había por todas partes. Y me dio pena, no solo porque habían desaparecido los recuerdos de mi infancia, sino porque es la prueba evidente de cuánto hemos cambiado, y no a mejor precisamente. Nuestra vida se ha despersonalizado, y a los pequeños comerciantes se lo han puesto tan difícil con la competencia que se han ido extinguiendo conforme se jubilaban sus dueños, si es que no habían tirado la toalla antes.
El progreso es imparable, desde luego. Pero a veces habría que volver la vista atrás y reflexionar sobre si compensan estas pérdidas. Aunque, al final, pudiéramos comprar lo que necesitábamos en una mercería del centro donde, por suerte, aún quedan algunas.
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