Susana Gisbert. /EPDA El otro día pasé por al lado de una cabina telefónica -o de lo que quedaba de ella- y me asaltó la nostalgia.
Aquel cadáver urbano era un fósil de otra época, que parece muy lejana en el tiempo, pero no lo es tanto. Formaban parte de nuestra vida, aunque ahora hayan quedado en un elemento urbano a demoler o un mero recuerdo.
Mi cabina era de las últimas que se colocaron, de esas abiertas por un lado y, aunque parezca mentira, aún estaba el teléfono en su interior. Estaba, eso sí, tan llena de papeles de propaganda pegados, de distintas épocas y procedencias, que podíamos haber analizado con ellos el paso del tiempo, como si fueran los estratos de una roca.
Hubo un tiempo, en mi adolescencia y juventud, en que aquellos armatostes eran absolutamente necesarios en la vida y en el trabajo. De hecho, cuando daba mis primeros pasos como fiscal, las guardias se hacían valiéndonos de un artilugio llamado “busca” para localizarnos cuando pasaba algo, y el aparatejo no hacía si no informarte del aviso y remitirte a un número de teléfono donde te contarían los detalles y dónde y cuándo debías acudir. Para eso eran indispensables los teléfonos públicos, la mayoría de ellos en cabinas como la que encontré el otro día, porque de otro modo había que quedarse en casa anclada a un teléfono fijo.
Aunque uno de los recuerdos de las cabinas que más me hacen sonreír es el de las colas que se formaban en los sitios de veraneo a los que no había llegado la red de telefonía -que eran la mayoría- para mantener el contacto con novios y novias, familias o transmitir cualquier recado urgente. Sé que parece que esté hablando de la época de los Picapiedra y su troncomóvil, pero no hace tanto. Eran los ochenta, esa misma década cuya música no hemos dejado de oír.
Las cabinas eran algo tan presente que uno de los cortometrajes más valorados de nuestra historia cinematográfica se llamaba precisamente así, La cabina. Todavía recuerdo la angustia que conseguía transmitir José Luis López Vázquez, y que aquello motivó que nunca nos metiéramos en una cabina como aquella, cerrada, sin asegurarnos que la puerta podía abrirse. Invito a quien quiera a verla y seguro que comparten mi inquietud.
Ahora, en un tiempo en que los teléfonos pertenecen a alguien y no a una casa, cuando cualquiera tiene un móvil y es impensable la vida sin poder recibir un mensaje o una llamada instantáneos, me han asaltado todos esos recuerdos. Y no sabría decir si la vida era mejor o peor.
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