Juan Vicente YagoUna pátina de ablandamiento
y desvirtuación —del mismo ablandamiento y desvirtuación que azota, como viento
helado, el mundo entero—, cubre la fábrica y el espíritu de alguna institución/hato/barraca
civil, económica y cultural que lo fue, arañando su antigua nobleza y desdibujando
su honorabilidad secular porque sus dirigentes han elegido, quizá sin darse
cuenta, la contemporización, la transigencia, la cobardía y el autoclientelismo
gratuito para esquivar las iras del pensamiento único y evitar que le claven la
divisa retrógrada. Quiere decirse que cierto establecimiento, cierta barraca,
cierto hato, antaño crisol de cultura, motor de prosperidad y club de
campanillas, hogaño nada y guarda la ropa, no se pronuncia, de nada protesta y
todo lo acepta, calla y otorga, ambigüiza, difiere y elude hasta que, perdido
el crisol y el motor, ha quedado pura campanilla encanallada en cascabel de
bufón. Esto abochorna su solera y traiciona sus principios, reduciéndolos a la humillación
servilona, en el peor de los casos, a la complicidad indirecta, en los casos
intermedios, y al más precavido y oprobioso elitismo, al más timorato amadrigamiento
en los mejores. El amadrigamiento de una entidad señala el inicio de su
declive, de su ocaso, de su mixtificación, y tiene lugar cuando la entidad rehúsa
criticar el poder político y cierra sus puertas a toda persona que pueda comprometer,
con indiscreciones o rasgos de temperamento, el camuflaje y la tibieza neutraloide
con que la institución trata de atravesar este siglo revolucionario. En una
palabra: que la casa no cede las instalaciones, ni concede interviews, ni apoya en absoluto a quien formule preguntas que la
obliguen a retratarse; que todo el interés de la barraca gira en torno a la
recepción, el protocolo, el codeo y la bambolla; y ríe, y contemporiza, y aplaude
lo que haga falta con tal de seguir la vida bella y guatequera, vestir de gala,
darse postín y formar parte de la jet,
de la high, del ejambre vip que zumba y liba entre los
floripondios del poder.
La cosa cambia, sin embargo, cuando el advenedizo no es un
paria, sino un personajote, un figurón de sólido prestigio y gran popularidad.
En tal caso la institución se descerraja, quita la cadena de aprensión, levanta
el travesaño de requilorio y escrúpulo, tiende la estera bermeja y ofrece a la
celebridad forastera, totalmente gratis, la pista central que suele cobrar al
indígena. Es cosa de ver la solicitud, la oficiosidad y la lisonja de los insignes
dirigentes del cotarro para con el eximio pajarón, tan aficionado como ellos al
boato y la soirée, y que sabe a las
mil maravillas el arte de hablar sin mojarse, de convertir su nombradía en
halago, de nadar y guardar la ropa junto a sus anfitriones. Entrada expedita
para el feriante de vanidades, pero almena y tronera, suspicacia y desvío para
el anónimo, que no atrae muselinas y faetones, aunque tiene mucho y bueno que
aportar. Cierto rótulo ha quedado huero, mero epígrafe sin contenido,
frontispicio grandilocuente para un chamizo indigno que perdió su enjundia y se
volvió fatuidad, cabrilleo y far niente.
Crisol que fue de la razón, el progreso y el arte, vive hoy en un silencio aterrado,
en una inquietud ansiosa de nobles atrapados por la revuelta, medrosos de
perder sus privilegios y muy agradecidos de que les permitan, al menos,
paladear de vez en cuando las delicias de los viejos tiempos: organizar espejismos
de baile y librea, de cena y carruaje, de humanidad escindida en señores y
mucamos. No es difícil, porque a los que mandan —proletarios de boquilla y holgazanes
apoltronados— les gusta la opulencia más que a nadie, así que dan su permiso a
condición de que la peña, la barraca, el hato de marras no haga mohínes,
disimule su esencia y arregle saraos donde los politicastros de calle se
sientan pollos de alcurnia. Mercadeo de vanidades. O monos espulgándose. Como
usted prefiera. El caso es que un conocidísimo establecimiento/hato/cuadrilla/club
antepone la ceremonia, la mundanidad, el tiovivo, la ropa y el nivelazo a su
cometido y su razón de ser; que sacrifica su identidad para que los revolucionarios
le dejen satisfacer —invitación mediante— su nostalgia compulsiva del antiguo
régimen.
Esta es una de tantas cosas que no se dicen, pero que son
tan ciertas como el berrinche que descompone a los aludidos cuando las oyen.
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