Susana Gisbert, fiscal y escritora. /EPDA Llega la Semana Santa. Como cada año, aunque un poco más tarde, lo que debería hacer que el tiempo fuera mejor, pero ya se sabe que no hay Pascua sin que la lluvia haga siempre vivir en un ay, se tenga el plan que se tenga. Porque de eso precisamente era de lo que iba a hablar hoy.
Las opciones en Semana Santa pueden ser muchas, pero se resumen fundamentalmente en dos: o procesiones o esparcimiento, en la playa o donde cada cual prefiera, o pueda permitirse. Por supuesto, la tercera opción es la de no hacer nada diferente de lo que se hace cada día, bien por razones de trabajo o por cualquier otra, pero esto más que por opción es por obligación. Es lo que tiene.
Por supuesto, esas opciones dependen mucho de donde se viva y en qué ambiente se haya criado cada cual. En mi ciudad de Valencia, sin ir más lejos, no es lo mismo ser del Marítimo, con su tradicional Semana Santa marinera, que de cualquier otro barrio donde las Fallas nos dejan tan agotados que no hay tradición de procesiones. En mi caso, siempre hemos dedicado estos días a un poquito de solaz y descanso, a ser posible, fuera de la ciudad.
Y si esto ocurre en mi tierra, no quiero ni pensar cómo será en esas ciudades y pueblos que se vuelcan en la Semana Santa a base de cirios, penitentes y procesiones. Estoy segura de que habrá muchas de esas personas a las que no se las llevan de su ciudad ni con agua caliente, y habrá quine prefiera aprovechar los días festivo para salir y hacer otras cosas. O no hacer nada, que también es una opción interesante.
Sea como sea, hay que pensar que somos libres de elegir, pero no siempre ha sido así. Cunado yo era pequeña, con Franco todavía vivo, las opciones no eran muchas, porque cines, teatro y lugares de esparcimiento cerraban y la única televisión que había alternaba las retransmisiones de misas y procesiones con la emisión de películas religiosas. Y es que una Semana Santa sin Quo Vadis, La túnica sagrada, El Evangelio según San Mateo o Jesús de Nazaret no era posible.
Ahora podemos hacer prácticamente de todo. O, mejor dicho, nadie nos prohíbe ninguna opción, aunque sí nos la cercene las posibilidades económicas, las cuestiones laborales, el cuidado de menores o personas mayores o cualquier otra razón.
Pero, estemos donde estemos, hay tradiciones que se mantienen, como la de comer potaje o torrijas. Y eso sí que no hay quien nos lo quite.
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