Juan Vicente YagoNo se oye otra cosa. Es la frase de la semana,
del mes, del año, del siglo; el descubrimiento de América; la revolución de la
oratoria; el caso más grave de gregarismo verbal desde que hay registros; una
cantinela; una salmodia; un lugar común de nuevo cuño; un eco de pesadilla que
lo persigue a uno desde hace días; una idea que ha tomado cuerpo; una entidad ectoplasmática;
la horrenda visión de un espectro que se manifiesta en la sombra de un recodo,
en el fondo del armario, en el tenebroso final del pasillo; una escalofriante
fosforescencia nocturna en la escalera de atrás; un baladro desnivelador que
resuena en todos los ámbitos de la sociedad y se reproduce hasta la náusea en
todos los informativos: eso de que “nadie resistiría la publicación de sus whatsaps”. No vive uno desde que
semejante reverberación surca los aires. No le llega el camisote al cuerpo. Y
suda uno en frío cuando comprueba la enorme aceptación que ha tenido la frase;
o, como dicen algunos, el gran consenso que ha generado.
Parece que todo
quisqui está de acuerdo, en el arroyo como en el debate periodístico, en lo
ridiculizadoras y comprometidas que serían sus conversaciones de whatsap si vieran la luz; que todo
quisqui ha tenido con alguien, a través del teléfono, un diálogo espinoso; que todo
el mundo guarda manifestaciones íntimas, expansiones bochornosas, verrugas
dialécticas en la memoria del artilugio. Por eso uno, que había empezado a
sentirse integrado viendo vídeos de mascotas y abriendo el facebook más de una vez al día, vuelve a ser presa de la inquietud,
a sentirse diferente, a pasar las noches de claro en claro y los días de turbio
en turbio, vagando por casa como un fantasma bueno que teme darse de manos a
oreja con la consigna maldita, con la frase del milenio, con la prueba
fehaciente de que su vida es insípida. Quiere decirse que todos los whatsaps que ha recibido uno desde que whatsap existe, como todos los que ha
enviado, pueden hacerse públicos ahora mismo sin que suba el más mínimo arrebol
a sus afeitadas mejillas —qué repelús, lo de la barba—; que debe de ser uno el
único españoloncio que puede «resistir» la publicación de sus whatsaps. Otra vez raro. De nuevo
discordante.
Yo te prometo, lector, que no lo hago a propósito. Que da la
casualidad y nada más. Puedes ver todos mis whatsaps
—texto y fotografías—; todos mis contenidos en la red que sustituye lo social.
Tienes mi permiso. Y dale difusión a tus comprobaciones; pregunta por ahí, a
ver si aparece otro individuo en mi situación. Sería un consuelo, un alivio, un
respiro. Perderia el miedo, en la noche, a los rincones lóbregos, a los ángulos
que no ilumina el rayo azul del satélite. Sabría que no soy el único al que
parece arriesgado grabar o escribir prontos, repentes, arranques,
visceralidades y reacciones primeras. No juzgaría tan extraño pensar que toda
plataforma digital tiene detrás máquinas que registran lo que hacemos y
decimos, y que por eso es de tontos no utilizarlas exclusivamente para lo
práctico e intrascendente. Dejaría de percibir como amenaza, como estigma, como
baldón, como vergüenza la frase de marras, la sentencia perturbadora, el
pretendido axioma de que nadie va impunemente con el whatsap al aire. Nunca se ha fiado uno lo más mínimo de quienes
ofrecen gratis un servicio. Nunca he reportado mis privacidades en facebook.
Ni se me ocurriría, si
político fuese, conversar por escrito. Porque si tal estupidez cometiera, la
frase que me atormentaría, el fantasma que me acecharía en las concavidades y
los intradoses, mi susto, mi espantajo y mi coco nocturno sería la frase del
clásico, aquél verba volant, scripta
manent que nos dejaron dicho y advertido cuando no existía el whatsap. Por eso te ruego, lector
carísimo, que me informes de inmediato si encuentras otro cuyo whatsap resista sin problema, como el
mío, que se lo dejen al aire. Mitigarías la incertidumbre y el sobresalto de un
pobre cuitado.
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