Susana Gisbert. /EPDAEn estos días se está hablando mucho del servicio de correos. Cualquier excusa es buena para enfangar una campaña electoral que, a base de repetir las mismas cosas, se ha vuelto puro hastío. Pero no todo vale. O no todo debería valer.
Siempre me llamaron la atención algunas cosas del voto por correo. Entre otras, que hubiera que ir personalmente a solicitarlo. Porque, si una persona está imposibilitada de desplazarse, por muy capaz que sea de votar, no obtiene una respuesta. Pero así son las reglas de juego y así las hemos admitido siempre. Hasta ahora.
Pero, al margen de estas cosas, hoy quería reflexionar sobre la importancia de un servicio que llevamos conociendo toda la vida, aunque el de hoy se parezca muy poco al de antaño.
Hoy casi nadie -por no decir nadie- escribe cartas. Los medios tecnológicos y la cultura de lo instantáneo han sustituido la belleza y el romanticismo de escribir y recibir cartas. Cuando yo era pequeña eran el único modo de comunicarme con mis amigas del colegio en tiempo de vacaciones. Muchos de los lugares de veraneo ni siquiera tenían línea de teléfono y, en caso de urgencia, había que acudir al bar del pueblo o a la centralita o, en algunos casos, a las famosas cabinas que hoy han quedado en desuso. Nadie soñaba entonces que veríamos un futuro donde podríamos hablar con cualquiera en cualquier momento, como hacemos hoy desde un teléfono móvil. Hemos ganado en información, pero hemos perdido en reflexión.
Nuestros buzones ya apenas traen buenas noticias. Se llenan de cartas del banco -si no se reciben por mail- de odiosas notificaciones de Ayuntamientos y Hacienda y hoy de propaganda de partidos políticos y cartas estereotipadas de lideres que nadie lee. Y multiplicadas por el número de votantes por casa. Porque, aunque todo cambia, parece que eso no va para los políticos en campaña, que siguen despilfarrando en mítines y buzoneo que no convence a nadie.
Ahora que los carteros han dejado de tener el tinte romántico que tuvieron un día, ahora que nadie les espera con ansia como yo hacía en los veranos de mi infancia, es tiempo de valorar la función que realizan que, aunque distinta, sigue siendo necesaria. Y uno de los casos más evidentes es el del voto por correo. Sin su trabajo, miles de personas se verían privadas de la posibilidad de ejercer sus derechos, más todavía cuando la convocatoria electoral nos pilla con el bikini puesto o a muchos kilómetros de casa.
Dejemos hacer a la gente su trabajo. Que no es poco.
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