Blas Valentín. EPDAA veces basta un gesto para que todo se detenga.
El otro día vi a mi hijo Blas —ocho años, rápido como la luz baja de la tarde— correr entre las tumbas del cementerio de mi pueblo, Casas Bajas, en el Rincón de Ademuz. Corría como quien no sabe aún que corre entre ausencias. Jugaba. Jugaba como solo juegan los niños: sin metáfora, sin peso, sin herida. Para él, las cruces eran postes; los nichos, ventanas; las lápidas, piedras lisas de un río sin muerte. Todo en él era presente. Todo en mí, recuerdo.
Desde la distancia, entendí algo que solo se comprende cuando uno es padre y regresa al lugar donde fue hijo: que la niñez de un hijo es la medida de nuestro exilio. Él ha venido a vivir lo que yo ya no podré volver a vivir. Sus pasos, pequeños pero seguros, van tomando posesión del mundo. Porque aunque apenas pesa sobre la tierra, es más de la tierra que yo.
Ese día, al volver a casa, me acordé de Mortal y rosa, de Francisco Umbral. Lo leí de joven, pero solo ahora empiezo a entenderlo. Umbral escribió esas páginas tras la muerte por cáncer de su hijo de seis años: “Solo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. Solo encontré una verdad en la vida, y la he perdido.”.
La niñez es una patria que se pierde. Porque el hijo está destinado —irremediablemente— a cruzar la frontera. A extraviarse en el bosque de los adultos. Tal vez sea ese el verdadero significado de los cuentos infantiles.
“El niño desaparece un día en el hombre”, escribe Umbral.
La primera niñez, la época que perdemos de nuestra vida, de la que nunca sabemos nada, solo se recupera con el hijo. Con él vuelve a vivirse.
Por eso Mortal y rosa no es solo un libro sobre la muerte del hijo. Es, sobre todo, un libro sobre su presencia. Sobre cómo su risa —tan breve, tan absoluta— reordena la vida del padre sin pedir permiso. A partir de él, todo lo anterior parece prólogo. Y después de él, todo se vuelve epílogo. Cuando el hijo se va, no se lleva solo su infancia: arrastra también la del padre.
A veces pienso que escribir sobre nuestros hijos es también empezar a perderlos. Nombrarlos con palabras es dejarlos marchar. Pero no hacerlo sería peor. Sería negar que pasaron por nosotros como una ráfaga. Como un relámpago breve que, durante un instante, lo iluminó todo.
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