Fotografía de archivo de la diputada del PP Noelia Núñez. EFE/Archivo/Juan Carlos Hidalgo
En el mundo político actual, la falta de transparencia y la manipulación de información parecen ser la norma más que la excepción. Es alarmante observar cómo personas en posiciones de poder o aspirantes a ellas se ven envueltas en discursos que carecen de veracidad, especialmente en lo que respecta a su historial laboral y académico. La falsa representación en los currículums no solo es una cuestión de ética; también plantea serias preocupaciones sobre la calidad de la democracia misma.
Por un lado, tenemos la facilidad con la que los candidatos pueden adornar sus currículos. Muchos electores, ante el bombardeo constante de información y promesas, no se detienen a verificar la validez de lo que se presenta públicamente. Ejemplos hay en todos los partidos. A menudo, encontramos a jóvenes que, recién salidos de la universidad, son nombrados en altos cargos sin haber tenido experiencias que justifiquen su ascenso. Y se jubilan y mueren sin haber pegado otro palo al agua.
Algunos podrían argumentar que la política necesita sangre nueva, pero ¿hasta qué punto esa "nueva sangre" está preparada para representar verdaderamente a los electores? La respuesta es desconcertante.
La falta de auditoría en cuanto al currículum de los candidatos es un signo de una democracia debilitada. Los ciudadanos merecen saber a quién están eligiendo. Sin embargo, muchos solo se basan en retóricas grandilocuentes.
Así, tenemos políticos que prometen ser los agentes del cambio, pero que en realidad tienen un historial de manipulación y engaño. La promesa de un futuro brillante a menudo se basa en un presente que ya está manchado de mentiras.
La situación se agrava aún más al observar cómo la estructura política actual puede generar una dependencia del poder. Muchos jóvenes comienzan a militar en las juventudes de sus partidos desde edades tan tempranas como 16 años. Esta militancia, si bien es un ejercicio legítimo de participación democrática, puede convertirse en un laberinto del que es difícil escapar. Al llegar a ser alcaldes antes de los 30 y, posteriormente, diputados por varios mandatos consecutivos, estos jóvenes políticos se encuentran atrapados en un sistema que les otorga poder, pero que al mismo tiempo les exige lealtad inquebrantable a su partido. No han trabajado en su vida y se arrastran lo que sea menester.
En este contexto, se plantea una cuestión crítica: ¿dónde queda la independencia del político? Individuos que han dedicado su vida a la política, sin haber tenido experiencias en el mundo real, terminan siendo meros representantes de una ideología o de un aparato de partido. Esta falta de una visión crítica sobre el poder se traduce en decisiones que a menudo están más alineadas con la supervivencia de su carrera política que con las necesidades de su electorado. ¿Hasta qué punto se puede considerar que un político es verdaderamente libre para actuar en beneficio de sus ciudadanos si su carrera está anclada a la aprobación de una cúpula partidaria? Lo vemos todos los días.
No se trata de demonizar la carrera política ni de subestimar las capacidades de quienes deciden dedicar su vida al servicio público. Hay muchos políticos decentes y comprometidos, pero la cultura del engaño en los currículums y el sistema que fomenta la dependencia del poder son profundamente dañinos. Este fenómeno crea un círculo vicioso donde la falta de experiencia real se traduce en decisiones poco informadas, que a su vez generan desconfianza en la política.
La solución no es sencilla, pero es necesaria. Es fundamental que se implementen mecanismos de verificación de antecedentes más rigurosos para aquellos que buscan ocupar un cargo público. Además, se debe fomentar un despertar en la ciudadanía que les lleve a exigir más transparencia y rendición de cuentas a sus representantes. En última instancia, solo una ciudadanía empoderada, crítica y comprometida es capaz de poner freno a este ciclo de engaño y dependencia que, por desgracia, está convirtiendo la política en un juego de intereses donde el verdadero ganador es el poder mismo.
En resumen, nuestra democracia necesita valores de honestidad y transparencia. Solo así podremos aspirar a un futuro donde los líderes tengan la capacidad de actuar con independencia y en el verdadero interés de sus electores. No podemos permitir que la falta de verificación en los currículums y una estructura política que fomente la dependencia continúen socavando la confianza en nuestras instituciones. Es hora de exigir un cambio.
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