Han pasado más de cuarenta años desde la riada de 1982. Y muchos más desde la de 1957. Dos catástrofes que asolaron la provincia de Valencia y que, en teoría, debieron marcar un antes y un después. Pero no. El tiempo pasó, llegaron más DANAs, más inundaciones, más promesas incumplidas… y el pasado 29 de octubre de 2024, la historia volvió a repetirse. De nuevo, la provincia quedó bajo el agua, mientras políticos y administraciones volvían al libreto de siempre: declaraciones solemnes, visitas con chaquetas de emergencia y comisiones de investigación. El mismo teatro de cada año.
Pero ya no podemos mirar solo hacia arriba. Es hora también de mirar hacia dentro. Porque otra gran responsabilidad recae, sin matices, en el pueblo valenciano, que demasiado a menudo calla, traga y sigue. Un pueblo trabajador, honesto, generoso… sí, pero también excesivamente conformista cuando toca alzar la voz. Y eso, en política, se paga.
Nos hemos acostumbrado a que nos lo prometan todo y no cumplan casi nada. A que nos den largas, a que nos marginen en los Presupuestos Generales del Estado, a que se rían de nosotros con planes que no llegan nunca. Y ¿qué hacemos? Nos resignamos. Bajamos la cabeza. Nos quejamos en los bares, en las redes, en la sobremesa… pero no en la calle, no en las instituciones, no con la fuerza colectiva que otras comunidades sí han sabido ejercer.
¿Dónde están las manifestaciones multitudinarias cuando nos ahogan las DANAs? ¿Dónde están las marchas, las concentraciones, la presión sostenida para que los pueblos más castigados por las lluvias tengan de una vez por todas las infraestructuras que merecen? ¿Por qué otras comunidades sí consiguen inversiones cuando protestan y aquí no? La respuesta duele: porque no protestamos. O lo hacemos tarde: para sacar rédito político, pidiendo la cabeza de Mazón, no para exigir inversiones.
Mientras tanto, nuestros políticos —salvo honrosas excepciones— han vivido cómodos en esa pasividad. Muchos de los que hoy piden “una comisión para que no vuelva a pasar” han sido alcaldes, consellers, diputados o altos cargos durante décadas. Tuvieron en sus manos el poder de cambiar las cosas y no lo hicieron. No presionaron al Gobierno de España, no impulsaron planes de choque, no exigieron. Y ahora vienen, otra vez, con las lágrimas y las palabras vacías. Me produce rabia y asco.
Pero si ellos no actuaron, nosotros tampoco exigimos que lo hicieran. Nos hemos acostumbrado a sobrevivir, a achicar agua, a arreglárnoslas como se pueda. El sentido común de los valencianos ha tapado muchas vergüenzas políticas, pero también ha contribuido, sin quererlo, a esta espiral de abandono. Porque cuando no se protesta, el poder se relaja. Y cuando el poder se relaja, el agua se lo lleva todo.
La DANA del 29 de octubre de 2024 ha sido la última bofetada. Pero no la primera. Y, si no cambiamos las cosas, tampoco será la última. Necesitamos, sí, un compromiso firme del Estado español. Necesitamos planificación, inversiones reales, un plan de defensa contra inundaciones serio, dotado y ejecutado. Pero también necesitamos una sociedad valenciana que diga basta. Que exija. Que se organice. Que no lo deje todo en manos de los que tantas veces han fallado.
Es hora de que nuestros pueblos —los más castigados por las aguas— se planten. Que nuestras comarcas digan que no aguantan una más. Que nuestras instituciones locales y autonómicas se unan, se coordinen y, si hace falta, rompan la disciplina de partido para defender a su gente.
Porque esto ya no va de ideologías. Va de dignidad. Va de justicia territorial. Va de dejar atrás el paripé institucional de siempre y pasar, por fin, a la acción. Y esa acción empieza también por nosotros, los ciudadanos.
El pueblo valenciano merece vivir sin miedo cada vez que llueve. Pero también tiene que estar dispuesto a luchar por ello.
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