Nacho Latorre Actualmente hay una preocupación por proteger eso que llamamos patrimonio inmaterial. Todo eso que sentimos valioso, muy nuestro, que nos identifica y que lo poseemos o poseíamos; pero que no lo podemos tocar, es frágil, no es fácil retenerlo. Fiestas, hablas locales, tradiciones, oficios antiguos, saberes populares, técnicas agronómicas viejas, coplas, cantos, bailes, cuentos, leyendas, medicina popular y simpática...
Si hay algo etéreo es la toponimia. Como cantó Bob Dylan y versionó Joaquín Sabina (para disgusto del huraño de Minnesota) “el hombre puso nombre a los animales...”; pero también a los pueblos, ríos, barranqueras, ramblizos, fuentes, veneros, lomas, muelas, cerros, cintos, charcos, tollos, choclas, pozos, abrevaderos, collados, rincones, dehesas, bosques, hoyas, vallejos, cuevas, covachas, simas, caseríos, acequias, azagadores, veredas, “cañás”, caminos, sendiles, casillas, barracas, barracuzas, corrales, molinos, ermitas... Nuestros ancestros dieron nombre a toda porción de tierra que laboraban, aprovechaban o poblaban. Un riquísimo y muy diverso caudal de orónimos (Muela Herrera, Montalvillo, El Collado, Cerros Gordos), fitónimos (Gamonares, Fuente de la Oliva, Atochares, Pico del Tejo, Ajedrea, El Romeral), hidrónimos (Charco Negro, Barranco del Agua, Lavajos...), antropónimos (Casas de Pradas, de Eufemia, de Iñíguez, Los Cárceles, Los Duques, Contreras...), odónimos (Venta del Moro, Vadocañas, Palo de Iniesta, Senda de los Caballeros), zoónimos (Lobos Lobos, La Tasonera, Hoya de la Cierva, Gato Rabote, Los Yegüeros, La Zorrera, Cerro del Cuervo ), agrónimos (La Labor, El Azafranar, Huertas del Marqués, Era Vieja)...
La toponimia es la marca no visible del hombre sobre la tierra que nos recuerda paisajes históricos ya transformados en su totalidad (El Carrascal, El Ardal, El Rebollar –quejigar-, Cabeza Pinosa, Desa -por dehesa-...); primeros pobladores o propietarios (Los Pedrones, Casas de Moya, Gilmarzo...); hechos o edificios históricos (La Contienda, Mojón Quebrado, La Torre) y antigua industria rural y aprovechamientos (Molino del Batán, Carboneras, Yesares, las Pilillas, Cantera de la Hoya, Casa del Tejar, Puente la Vía, lavadero de Madrid, El Martinete, La Calera, Barrio de las Ollerías...).
Esta toponimia se está perdiendo a marchas forzadas, entre otras razones por la despoblación que hace que sean pocos los que conozcan tal variedad de nombres y por el catastro que suele organizar parcelas en grandes partidas con nombre genérico, olvidando mucha otra toponimia que forma parte de esa partida. Lo que antes eran tres o cuatro partidas se torna en una, ocultando las menores. Me costó convencer a los del catastro que no es igual que donde tenga la viña se denomine Corral de las Morenas que de las Moreras o “Carrasca Señora” que “Carrasca de la Señorita”, que el matiz siempre es importante. Que son diferentes las partidas de la Majá de las Cañás, La Molata, La Paiporta y La Conejera. La uva tardana que vendimiamos está en un topónimo perdido que se conocía por el bello nombre de Vallejo de la Tortolilla que ahora se ha fagocitado bajo el nombre de una de estas enormes partidas. Este es un lamento de los viejos agricultores que sí saben discernir entre tal variedad de onomástica.
Es una pena que nombres tan bonitos como El Rincón de los Enamorados, Hoya Hermosa, Cañada de los Placeres, el Tranco del Lobo, Rincón de los Amigos, Los Caracierzos, Pelagallos o El Bu puedan perderse con el desconocimiento actual del agro.
La mejor manera de conservar esta herencia inmaterial, transmitida entre generaciones por vía oral, es materializarla, plasmarla por escrito o en mapas. Menos mal que en la comarca tenemos un sabio no despistado como Juan Piqueras que va anotando el nombre de cada manantial, casilla, corral, partida, monte (3.000 topónimos sólo en el término de Requena) para que después el Institut Cartogràfic Valencià lo ponga en su magnífico visor cartográfico donde la toponimia de la comarca está muy bien representada (me hagan el favor de consultarlo).
Muchos de estos topónimos que aún persisten en los mapas y en las referencias geográficas de nuestros mayores ya están documentados en los siglos XV y XVI: Calabachos, Cerroluengo, Esteruela, Alisenes, Aguas Amargas, Almadeque, Bercial. Terzaga, Horcajo, Alabú (Alaud, Laud...), Cañada Tolluda, Sesteros, Peñahoradada, Campalbo, Moluengo, Hórtola (¿qué bonitos no?)... Otros prácticamente ya han desaparecido, excepto en los documentos (Realame, Casa Corachán, Cueva El Portillo, Fuente del Monje...).
Últimamente, además, se observa un cierto empeño en traducir los topónimos de nuestra lengua vernácula, es decir, del castellano. La lengua en que se parieron. El catedrático Piqueras, experto en onomástica, advierte de esta perniciosa tendencia. No había manera de saber de dónde eran esos represaliados nacidos en Camp de Roures. En el Parque Natural no nos sentimos identificados cuando en la cartelería nuestros queridos orónimos “Hoces del Cabriel” lo traducen por “Gorgues del Cabriol” y no digamos ya los “Cuchillos de la Fonseca” por “Ganivets de la Fonseca” que recuerda ese épico “Gambeta de l’Illa” que tradujo el diario Levante por Camarón de la Isla (al maestro no se le hace eso, por favor). Con respeto, no traduzcamos los topónimos, forman parte de nosotros. Que Xàtiva sea Xàtiva, igual que Barx, el Montgó o la Font Roja y que nuestros Camporrobles, Hoces, Cuchillos, cerros, muelas, visos, cañás, tollos y collados sigan siendo como lo denominaron los que nos precedieron. Con respeto y sin acritud. Ahora escuchen a Valeria Castro en youtube y se nos pasa “tó”.
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