Érase una vez un país llamado España, que vivió una guerra civil, una dictadura y una transición modélica en el Siglo XX que logró deslumbrar al mundo. Un país por construir que vivió una década ilusionante en los 80, transformándose económica y socialmente hasta codearse con los países más avanzados, hasta que llegaron los 90. Unos Juegos Olímpicos, una Expo, el AVE a Sevilla, autovías, autopistas y fondos Feder por un tubo, que para eso nos convencieron para entrar en la Unión Europea de las oportunidades.
España crecía a un ritmo superior al del resto de países europeos gracias a la explotación de un sector, el de la construcción, que hizo millonarios a unos pocos y dio trabajo a millones de personas. Durante más de una década vivimos en un espejismo de prosperidad, al mismo tiempo que se abandonaban sectores tradicionales, como la agricultura y la pesca, moneda de cambio entre la UE y otros países como Marruecos.
Pero el sueño se convirtió en pesadilla cuando la crisis financiera acabó hundiendo a los bancos, primero, la construcción después, hasta dinamitar los cimientos de nuestro Estado del Bienestar. La burbuja inmobiliaria explotó y con ella quedó al descubierto el verdadero potencial y empuje de este país llamado España, en el que miles de jóvenes abandonaron sus estudios para ganar mucho dinero fácil con el ladrillo. No somos competitivos en industria, nuestra agricultura está arrasada y sólo el turismo funcionó en el año 2011. Más de 5 millones de parados y el Estado del Bienestar en caída libre porque nadie entiende los graves peligros de la inevitable globalización. Países emergentes como China o India que producen infinitamente más barato gracias a que los derechos sociales y laborales brillan por su ausencia. Y Europa y Estados Unidos, lejos de tener fuerza para obligarles a mejorar la situación de sus ciudadanos, se ven abocados a empeorar las condiciones laborales y sociales conquistadas en los últimos 50 años.
En España la construcción y la avaricia de quienes han vivido directa o indirectamente de ella nos ha llevado a una situación extrema, agravada por una clase política mediocre y en muchas ocasiones corrupta, o un sistema financiero avaro y codicioso hasta el infinito. Y más. Los políticos han dilapidado el dinero que no les pertenecía, basándose muchas veces en las cajas de ahorros que controlaban y que acabaron por hundir.
Los mercados, el gran capital, quieren marcar la recuperación económica en España a paso de recortes. Pero los corruptos no devuelven el dinero robado -y los casos que conocemos son la punta del iceberg- y los banqueros se jubilan con pensiones multimillonarias. Europa quiere que España suba impuestos para igualarnos con el resto de países y que aumenten los recortes y las privatizaciones. Algunas, justificadas, pero otras, imposiciones dolorosas que generarán más paro y, por consiguiente, el consumo continuará bajo mínimos. Es una broma de muy mal gusto escuchar propuestas de dirigentes de la UE sobre impuestos para equipararnos a la media europea, como el combustible, cuando los salarios en España son muy inferiores. Lejos queda en la memoria el debate sobre los mileuristas, cuando hoy hay millones de personas que no alcanzan esa cifra. Y los mercados pretenden que cobremos todavía menos.
La crisis nos está demostrando que se puede destruir en pocos años lo conquistado en décadas. Pero quizás también se pueda sacar algo en positivo de esta situación tan dramática: España necesita urgentemente una democracia real y un cambio de su modelo productivo, más justo para todos. Una democracia verdadera, no una partitocracia y corruptocracia, en la que el pueblo pueda elegir directamente a sus representantes sin que los partidos filtren los candidatos que sólo unos pocos eligen. Una democracia real que sólo puede serlo si existe una Justicia independiente, una Justicia verdaderamente justa. Y un modelo productivo competitivo, ambicioso, creativo, que nos permita generar riqueza y trabajo.
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