Susana Gisbert. /EPDACuando
era pequeña, pasaba con frecuencia por una ventana cuyo letrero
llamaba poderosamente mi atención. “Agencia matrimonial”, decía,
y mi imaginación empezaba a volar.
En
un mundo analógico donde nadie soñaba con los cambios que estaban a
la vuelta de la esquina, conocer a una pareja de un modo no
convencional me parecía algo digno de película, y tenía una dosis
de secretismo que alimentaba mi curiosidad. Quien utilizaba dichos
servicios lo mantenía oculto, y los establecimientos eran poco
llamativos. De hecho, en sus anuncios, se garantizaba discreción
como si lo que estuvieran cometiendo fuera un delito o alguna clase
de actividad ilegal o inconfesable. Tal vez por eso, jamás conocí a
nadie que haya recurrido a una agencia matrimonial. O a nadie que, al
menos, lo haya reconocido.
Sin
darnos cuenta, hemos pasado de un extremo a otro. Ahora se considera
absolutamente normal que la gente se conozca a través de Tinder o
cualquier otra página de contactos o red social. Del secretismo y la
vergüenza de acudir a un tercero para encontrar pareja hemos virado
al exhibicionismo de hacerlo delante de todo el mundo, ante las
cámaras de televisión y en un programa en prime time. Y, por
supuesto, sin vergüenza ninguna. Propia, claro, que lo de vergüenza
ajena es otro cantar.
Confieso
que cuando era niña y mi imaginación se desbordaba con un estímulo
como aquel, imaginaba a los usuarios de agencias matrimoniales como
personas físicamente poco agraciadas y con un saco de problemas a
sus espaldas. Creía que un psicópata de película podía encontrar
sus víctimas entre la lista, discreta como decían, que le
proporcionaba la agencia. O que una estafadora hallaría sus incautos
en esas personas necesitadas de cariño. La imaginación es libre.
Pero
lo que de verdad me tiene hablando sola es que esa necesidad de tener
pareja siga tan presente hoy. En aquel pasado, casarse era un fin, no
una opción. El modelo social te empujaba a aquello, y arrinconaba a
quienes no lo seguían, es especial si eran mujeres. Ser solterona
era un estigma que tenía su propia frase: quedarse a vestir santos.
Pero hoy en día quedan pocos santos sin vestir y la pareja es una
elección, no una obligación.
¿Por
qué, entonces, siguen triunfando los espacios destinados a encontrar
pareja, en cualquier formato o plataforma? No se me ocurre otra
respuesta que la de que la soledad sigue dándonos miedo. Y la
pandemia lo ha hecho más presente. Y es que, por más que creamos
haber cambiado, no somos tan diferentes.
Al
final, es una necesidad humana. Cada oveja con su pareja,
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