Jardín del Turia. EPDA.Después de recorridos intensamente urbanos, en este CurioseandoValencia vamos a salir de la ciudad. Bueno, mejor dicho, a ir más allá del casco metropolitano pero sin deslizarnos fuera del término municipal. Que Valencia da para mucho, y sus pedanías, con la zona de huerta que define algunas de ellas, contienen incontables y bucólicas rutas. Así que a ponerse calzado cómodo y a caminar.
Esta vez me doy la salida desde el puente de la Exposición (o de la peineta) y me adentro en el Jardín del Turia hasta el Ágora. Me salto los comentarios de lo recorrido hasta aquí porque ya lo contamos con detalle en un Curioseando del cauce viejo o Jardín del Turia y en otro hacia Nazaret (el primero de todos). Desde el emblema de la Valencia moderna me desvío hacia la derecha, salgo y, ya casi a la altura del Oceanogràfic, empiezo a transitar por los oxidados raíles del antiguo tranvía que han quedado anclados entre socavones de tierra. Polvo o barro, depende del tiempo, ante el enorme acuario.
JACINTO BENAVENTA
A veces alterno ese paseo por el Jardín del Túria con otro por la acera superior. Sí, la estrechita de la calle Jacinto Benavente, con los alcorques de los árboles atiborrados de matojos. Me suelo parar a la altura del Palau de la Música para contemplar este edificio también paradigmático de Valencia, aunque haya quedado apocado por la Ciudad de las Artes y las Ciencias.
Y sigo el recorrido, que ya se me hace algo más largo y aburrido cuando paso por el puente del Reino de Valencia, mayormente conocido por la siniestra imagen de sus gárgolas. Así hasta llegar a la señal de límite de la ciudad, raída y cuyo mástil ocupa un tramo transitado de acera, con parada de autobús incluida. Se iza unos metros antes de la escalinata del Palau de les Arts.
Retomo el recorrido
Y (aquí ya enlazo con el primero paseo, en el que contaba que andaba junto al Oceanogràfic) justo antes del puente con el curioso tramo de césped artificial sobre el que también discurre la vía abandonada, giro hacia La Punta, a la altura a la desarbolada y enorme nave de Fomesa. El primer rótulo urbano ya muestra el señorío y singularidad de la alquería que inicia ese espacio central de la pedanía: Entrada a la casa de la Reineta.
Atravieso este tramo en el que contrastan las casonas bien cuidadas con las desvencijadas. Todo salpimentado con desechos de emporios industriales que dieron lustre a Valencia hace ya décadas. Siempre que paso por aquí pienso en lo agradable que sería o podría ser (si no diera tanta sensación de dejadez) vivir en ese espacio de esta huertana pedanía de Valencia. Sigo.
Paro delante la fuente cuyo dispensador cuesta tanto de hundir para que nos surta de agua. Me lo pienso y desisto de beber. Transito junto a la enorme casona con el pantagruélico cartel pintado con el mensaje: ´Hay lechugas´, y bajo los rótulos de Salvem La Punta. Curiosa esta pedanía triturada en tres porciones por la acción cortante sobre el territorio de las vías de tren y de la autovía.
Prosigo andando y dejando a un lado, el derecho, el túnel que lleva a otro tramo de la Punta. Continúo hasta el puente metálico que atraviesa las vías y donde el tramo peatonal se junta con el de ciclistas. Unos dibujos de personas en el suelo indican que ese carril, a pesar del color rojizo, no resulta de uso exclusivo para velocipedistas, aunque sean quienes más lo transitan. No obstante, es domingo, con lo cual conductores de bicis y peatones se arremolinan en una inocua confusión.
PANORÁMICA
En cualquier caso, no evito la tentación de detenerme unos segundos para observar, a mi izquierda, las tierras de cultivo, el tramo de la Punta recorrido y la Ciudad de las Artes y las Ciencias; a mi derecha, el carril bici paralelo a la autovía; frente a mí, la iglesia de La Purísima con el puerto y el mar al fondo; y, detrás, gente que me pide paso y a la que no le hace demasiada gracia que me haya detenido no más de diez segundos a disfrutar. Es domingo de trasiego y de meses pandémicos de restricciones.
A partir de ahí existe un único carril que compartimos paseantes y conductores de bici junto a enormes descampados, impresionantes grúas portuarias en panorámica, tramos de lo que pudo ser la ampliación del puerto a un lado y quedó a mitad y, al otro, un terraplén que conduce a la autovía. En algunos trechos existen pequeños espacios fuera del carril, en los que caben ajustados los pies de una persona, que ayudan a esquivar a ciclistas embalados. En otros, ni eso, a pesar de que se trata del único acceso peatonal desde La Punta a Pinedo. Y así llegamos hasta el entrante del mar en el que reposan amarradas decenas de embarcaciones, en las inmediaciones del Club Náutico. De cuando en cuando me paro a contemplar las enormes grúas, las únicas construcciones visibles entre el camino por el que ando y el mar.
Pausas muy breves, claro está, que hoy el camino se halla muy transitado. Mejor venir, quien pueda, un día soleado entre semana. El recorrido lo merece.
Comienza el enorme –comparado con el angosto y agobiante (por el tráfico de ciclistas) camino recorrido anteriormente- puente mixto, peatonal y ciclista, desde el que me paro a otear el Mediterráneo y la desembocadura del Túria.
Aquí sí que puedo hacerlo con tranquilidad. Por fin hay espacio de sobra para todos. Y eso que tampoco somos tantos. Seguimos, hacemos un par de zigzags y nos adentramos en Pinedo, en su calle principal tras pasar otro entrante de mar y el edificio del motor de San Pascual, en la partida del Clero. Y, de aquí, al horno tradicional, con sus exquisitas napolitanas de jamón york y queso y al bar Canyar, para comer bocata de potro, patatas y ajos.
Toca volver, con la pereza que da afrontar de nuevo el tramo estrecho que compartimos peatones y ciclistas y que delimita a un lado la autovía y a otro una verja de color verdoso que intentan traspasar enredaderas y plantas de todo tipo. A veces se hace un poco claustrofóbico, hasta que por fin se atisba, de nuevo, la iglesia de La Punta, con su Entrada del colero (curioso y elocuente nombre de la plantación de coles).
Vuelve el espacio abierto, el conjunto de viviendas unifamiliares que, con su denominación, rinde homenaje a la prolífica filóloga María Moliner, a quienes muchos recordamos como autora de los extensos tomos que tantas veces hemos consultado durante la época de la adolescencia. Después, la rotonda, el puente metálico en el que retumba cada paso, sobre todo si lo cruzas en soledad, la entrada en el tramo central de La Punta, sobre el camino en el que han pintado la figura de una anciana para recordar a los ciclistas que tengan cuidado.
Otra vez la fuente que requiere de apretar con bastante fuerza para lograr que nos surta de agua, la alternancia de casonas y naves abandonadas, la parada del autobús, las reivindicaciones de la singularidad y protección de esta bucólica pedanía de Valencia, y ya en plena capital, la cola de personas esperando para entrar en el Oceanogràfic.
Retomamos el entorno urbano aunque, eso sí, con el lujo y la ventaja de hacerlo desde el extremo de los Jardínes del Túria.
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