Cartel anunciador. / EPDAEs domingo por la tarde, sumido en el ruido de los petardos de la
falla, la música ambiental, el día de la dona, la digestión de la
comida y todos esos mensajes que nos llegan, por prensa, redes,
noticiarios y demás elementos de actualidad que nos ponen al día en cada
segundo del día.
La paz queda quebrada mientras la música de fondo es el mundo banal.
Una llamada telefónica te alerta del dolor de una familia, te están
llegando mensajes que no aciertas a descifrar, es una mezcla de dolor
taladrado por un shock emocional. Una persona joven a la que conoces, te
llama deshecha de dolor, porque necesita un trasplante urgente para una
niña, que creo tiene menos de tres años. No hay explicación, no hay
consuelo, solo hay una voz de alarma que está gritando con angustia.
El primer pensamiento, es que si está ingresada en un Hospital, hay
una garantía de atención, y siempre existe esa esperanza de que todo
vaya a salir bien. Es el pensamiento positivo, la credibilidad en
nuestra medicina y en nuestros galenos. Lanzas la alerta entre
conocidos, por aquello de la “protección de datos” no das explicaciones
de quien ni donde… es una persona menor de edad, está en peligro… están
pidiendo un trasplante. Pero tu mente te tranquiliza que está en buenas
manos y en buen hospital, efectivamente así es.
Pasan las horas, llega el nuevo día, tu mente sigue pensando en esa
angustia, recibes llamadas de quien tu avisaste para obtener ayuda, pero
desde fuera nadie acierta a dar una solución, que solo viene avalada
por la buena voluntad, mejores palabras y el deseo de que se solucione
cuanto antes.
Llega la noche y momentos antes de escribir estas líneas, por un
mensaje de voz, me comenta quien a mí acudió para decirme lo que estaba
pasando, que esta tarde se fue al Hospital a ver a la familia de la
niña. El mensaje no podía ser más impactante, más sobrecogedor, más
escalofriante… jamás vio una lágrimas tan amargas envueltas en la
soledad y la desesperación que las de aquella madre que tiene a su hija
en la unidad de cuidados intensivos muy bien atendida.
En otra cama, cerca de la niña, encuentran a otro niño, de otra
familia conocida, y que no sabían que estaban sufriendo el mismo
calvario, esperando otro órgano… en medio de la enfermedad, entre tanto
dolor, la primera noticia fraternal es que hay dos familias juntas,
unidas por la esperanza, esperando esa generosa donación. No están
solas. Lo demás es concienciarnos, muchas veces lo he dicho, que allá,
no nos llevamos nada, nada. Solo nos acompañan las buenas obras que aquí
dejamos.
Estamos colapsados por el bombardeo de noticias, casi ninguna buena.
Nuestra vida, la de todos, en muchos momentos pende de un hilo… pero
cuando entramos en el camino de la salud, nuestra vida solo es un soplo
en sus manos. ¡Un trasplante!, que palabra tan mágica y tan extraña. Tan
necesaria y tan lejana. ¡Tan justa y tan injusta! Justa porque quien
lo necesita, seguramente le va a salvar la vida, tan injusta porque no
sabemos, no podemos, no queremos y no somos conscientes de desprendernos
de aquello que una vez muertos no necesitamos para nada.
Perdonen mis radicales palabras, perdonen mi atrevimiento atrevido,
pero cuando realmente la amargura de una madre resignada, las lágrimas
doloridas ante la crueldad del momento, te tocan el corazón, y llegan a
rasgarte el alma, solo puedes escribir estas letras, para que con toda
humildad, aquella persona que las lea, tome conciencia de la importancia
que tiene donar los órganos, para poder salvar vidas. Solo es eso,
salvar vidas.
Que la esperanza sea el camino que guie y conduzca la serenidad de
estas dos familias… y de las que sufren con angustia esperando y
superando esta vital necesidad. Y gracias a aquellas personas que
puedan hacer algo.
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