Susana GisbertEsta
semana se ha conmemorado el día mundial del Alzheimer. Una
enfermedad que, por más que se cuente, es difícil de imaginar si no
se tiene alguien cercano que la padece.
Siempre
recuerdo una frase de una buena amiga que me impresionó tanto que me
quedó marcada a fuego en mi memoria. Decía que cuando le
diagnosticaron a su madre la enfermedad, en una edad bastante
temprana, pensaron que ojala hubiera sido cáncer. Y, por duro que
parezca, tenían razón. Porque el cáncer se lleva el cuerpo con más
o menos rapidez, y el Alzheimer se va llevando el alma poco a poco,
de una manera inexorable, sin que nada pueda evitarlo. Y ahí está
la otra diferencia, no tanto en la posibilidad de curación o de
tratamiento, sino en la esperanza. Ese tsunami maldito y poderoso que
es el Alzheimer no deja un solo resquicio para la esperanza, porque
quienes lo padecen, en sí mismos o en sus seres queridos, saben que
acabaran perdiendo todos los recuerdos de lo que fueron sus vidas.
Pensaba
en ello mientras veía las imágenes que estos días nos tienen
pendientes, las del volcán de La Palma. Además del impresionante
alarde de una Naturaleza que nos recuerda que, por más que
avancemos, si ella despliega su poder siempre gana, había que pensar
en las cosas pequeñas. Esas cosas que parecen pequeñas y que, al
final, son las más grandes.
¿Qué
nos llevaríamos de nuestra casa si solo tuviéramos quince minutos
para empaquetar nuestras vidas? Esa pregunta, que parce la típica de
una entrevista de periodista principiante a un famosillo, es la que
han tenido que responder muchas personas allá. Y no solo
responderla, sino llevarla a cabo. ¿Primaría lo cerebral o lo
sentimental? ¿Lo práctico o lo emocional? Pues de todo un poco,
supongo, con el dolor y la impotencia como hilo conductor.
Y
es que los recuerdos están en nuestras cabezas, pero muchas veces
necesitan un asidero en el que apoyarse. Muchos momentos que no
queremos borrar necesitan una fotografía que los perpetúe y a la
que podamos acudir siempre que necesitemos revivirlos.
Me
acuerdo ahora de aquella bailarina que, siendo una anciana enferma de
Alzheimer, todavía era capaz de reaccionar al escuchar El
lago de los cisnes,
y reproducía con su brazos la coreografía que tantas veces había
repetido en un escenario muchos años antes.
Un
abrazo enorme desde aquí a todas esas personas enfermas de la
desmemoria. Tanto aquellas a las que la enfermedad arrebató los
recuerdos como las que los ven pulverizados bajo un manto de lava.
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